sábado, 17 de abril de 2010

“UNA MUJER QUE MIRA EL MAR” POR ARTURO PÉREZ-REVERTE.


FRENTE AL MAR. El escritor en la playa La Caleta, uno de los escenarios
de su novela, con la fortaleza detrás. Foto: AFP.

Anticipo

“UNA MUJER QUE MIRA EL MAR”


Lolita Palma, una brava gaditana de 32 años, es el personaje femenino más importante de El asedio. Aquí, el fragmento que la introduce en la historia.

Por: Arturo Pérez-Reverte

Los barcos de los cuadros enmarcados en las paredes y los modelos a escala protegidos por vitrinas parecen navegar en la penumbra del pequeño gabinete amueblado de caoba, alrededor de la mujer que escribe en su mesa de trabajo, en el rectángulo iluminado por un estrecho rayo de sol que entra por las cortinas casi cerradas de una ventana. Esa mujer se llama Lolita Palma y tiene treinta y dos años: edad en la que cualquier gaditana medianamente lúcida ha perdido toda esperanza de casarse. En cualquier caso, el matrimonio no es, desde hace tiempo, una de sus principales preocupaciones; ni siquiera forma parte de ellas. Son otras cosas las que la inquietan. La hora de la marea en segunda alta, por ejemplo. O las andanzas de un falucho corsario francés que suele operar entre Rota y la ensenada de Sanlúcar. Todo eso tiene que ver hoy con la arribada inminente que un empleado de la casa, de guardia en el mirador situado en la terraza, sigue con un telescopio desde que la torre Tavira anunció velas hacia poniente: un barco con toda la lona arriba, embocando la bahía dos millas al sur de los bajos de Rota. Podría tratarse del Marco Bruto , bergantín de 280 toneladas y cuatro cañones: dos semanas de retraso en viaje de vuelta de Veracruz y La Habana con carga prevista de café, cacao, palo de tinte y caudales por valor de 15.300 pesos, inscrito su nombre en la inquietante cuádruple columna que registra las incidencias de los barcos vinculados al comercio de la ciudad: retrasados, sin noticias, desaparecidos, perdidos . A veces, seguido el nombre puesto en una de las dos últimas columnas por un comentario definitivo e inapelable: con toda su tripulación.

Lolita Palma inclina la cabeza sobre la hoja de papel en la que escribe una carta en inglés, deteniéndose a consultar las cifras anotadas en una de las páginas de un grueso libro de cambios, pesos y medidas comerciales que tiene abierto sobre la mesa junto al tintero, un cubilete de plata con un manojo de plumas bien cortadas, la salvadera y útiles de lacrar. Trabaja apoyándose sobre una carpeta de cuero que perteneció a su padre, que conserva las iniciales TP : Tomás Palma. La carta, encabezada por la razón social de la familia -Palma e Hijos, constituida ante escribano en Cádiz el año 1754-, está dirigida a un corresponsal en los Estados Unidos de América, y en ella se enumeran ciertas irregularidades en un cargamento de 1.210 fanegas de harina que tardó cuarenta y cinco días en hacer la travesía de Baltimore a Cádiz en las bodegas de la goleta Nueva Soledad , llegada a puerto hace una semana, y cuya carga ha sido ya reexpedida en otros buques para las costas de Valencia y Murcia, donde el hambre aprieta y la harina se cotiza a precio de oro molido.

En cuanto a los barcos que decoran el gabinete, cada uno tiene nombre propio y Lolita Palma los conoce todos: algunos sólo de oídas, pues se vendieron, desguazaron o perdieron en el mar antes de que ella naciera. De otros pisó las cubiertas siendo niña en compañía de sus hermanos, vio las velas desplegadas por la bahía en viaje de ida o vuelta, escuchó los nombres sonoros, devotos y a menudo enigmáticos -El Birroño, Bella Mercedes, Amor de Dios-, en innumerables conversaciones familiares: éste viene retrasado, aquél tuvo temporal del noroeste, al otro le dio caza un corsario entre Azores y San Vicente. Todo ello con referencias a puertos y cargamentos: cobre de Veracruz, tabaco de Filadelfia, cueros de Montevideo, algodón de La Guaira... Nombres de lugares lejanos, tan habituales en esta casa como puedan serlo la calle Nueva, la iglesia de San Francisco o la Alameda de la ciudad. Cartas de corresponsales, consignatarios y asociados llenan gruesos legajos que se archivan en el despacho principal de la casa, situado en la oficina de la planta baja, junto al almacén. Puertos y naves: palabras vinculadas a la esperanza o la incertidumbre desde que Lolita Palma tiene memoria. Sabe que de esos barcos, de su fortuna en las singladuras, de su carácter ante calmas y temporales, de su intrepidez marinera y la viveza de sus tripulaciones para esquivar peligros de mar y tierra, depende desde hace tres generaciones la prosperidad de los Palma. Incluso uno de ellos - Joven Dolores - lleva su nombre. O lo llevó, hasta hace poco. Un barco afortunado, por otra parte. Tras una rentable vida de travesías, primero para un comerciante carbonero inglés y luego para los Palma, rinde ahora su vejez marinera pacíficamente amarrado, ya sin nombre ni bandera, en un desguace cercano a la punta de la Clica, junto al caño de la Carraca, sin haber sido nunca víctima de la furia del mar ni de la codicia de piratas, corsarios o pabellones enemigos, ni ensombrecer hogar alguno con lutos de viudas o huérfanos.

Junto a la puerta del gabinete, un reloj-barómetro inglés de pie de nogal da tres graves campanadas que casi al mismo tiempo repiten, más argentinos y lejanos, otros relojes de la casa. Lolita Palma, que acaba de concluir su carta, espolvorea la tinta de las últimas líneas y la deja secar. Al cabo, ayudándose de una plegadera, dobla en cuatro solapas la hoja de papel -que es valenciano, blanco y grueso, de extrema calidad- y, tras escribir la dirección en el envés, enciende un fósforo Lucifer y lacra los pliegues con cuidado. Lo hace despacio, tan minuciosamente como ejecuta todos los actos de su vida. Luego coloca la carta en una bandeja de madera taraceada con hueso de ballena y se pone en pie entre el roce de la bata de casa -seda china traída de Filipinas, oscura y suavemente estampada- que le llega hasta los pies, calzados con chinelas de raso. Al levantarse, pisa un ejemplar del Diario Mercantil que ha caído al suelo, sobre la estera de Chiclana. Lo recoge y pone sobre otros que hay en una mesita de servicio: El Redactor General, El Conciso, alguno extranjero, inglés o portugués, con fecha atrasada.

Canta una criada joven abajo, regando los helechos y geranios del patio en torno al brocal de mármol del aljibe. Tiene buena voz. La canción -copla de moda en Cádiz, romance imaginario de una marquesa y un contrabandista patriota- suena más clara y precisa cuando Lolita Palma abandona el gabinete, recorre dos de los cuatro lados de la galería acristalada del piso principal y sube por la escalera de mármol blanco dos plantas más, hasta la azotea. Allí es intenso el contraste con la penumbra del interior. El sol de la tarde reverbera en los muretes encalados de la terraza y calienta las baldosas de barro cocido, con la ciudad extendiéndose alrededor a modo de laboriosa colmena blanca incrustada en el mar. La puerta de la torre situada en un ángulo está abierta; y tras subir otra escalera más estrecha, de caracol y con peldaños de madera, Lolita Palma se encuentra en lo alto del mirador, semejante al que tienen muchas casas de Cádiz; sobre todo, aquellas cuya actividad familiar -consignatarios, armadores, comerciantes- se relaciona con el puerto y la navegación. Desde esas torres es posible reconocer las embarcaciones que vienen de arribada; y, a medida que se acercan, distinguir con ayuda de largavistas las señales izadas en los penoles de sus vergas: códigos privados con los que cada capitán previene al propietario o correspondiente en tierra de las circunstancias del viaje y la carga que transporta. En una ciudad comercial como ésta, donde el mar es camino universal y cordón nutricio en tiempo de paz como de guerra, hay fortunas que se hacen en un golpe de suerte u oportunidad aprovechada, competidores que pueden arruinarse o enriquecerse por media hora más o menos en averiguar a quién pertenece el barco que llega y qué avisos transmiten sus banderas.

- No parece el Marco Bruto - dice el vigía.

Se llama Santos y es un viejo sirviente de la casa, veterano de los tiempos del abuelo Enrico, en uno de cuyos barcos lo enrolaron de pajecillo a los nueve años. Está lisiado de una mano pero todavía tiene buen ojo marinero, capaz de identificar a un capitán por su forma de bracear velas librando los bajos de las Puercas. Lolita Palma coge el telescopio de sus manos -un buen Dixey inglés, con tubo extensible de latón dorado-, lo apoya en el alféizar y estudia la embarcación lejana: aparejo de cruz, dos palos cubiertos de lona para aprovechar el poniente fresquito que lo empuja por la aleta de estribor, y también para distanciarse de otra embarcación que, en apariencia, intenta cerrarle el paso desde la punta de Rota, con dos velas latinas y un foque ciñendo el viento a rabiar.

- ¿El falucho corsario? - pregunta, señalando en esa dirección.

Santos asiente mientras hace visera con la mano lisiada, donde faltan los dedos meñique y anular. En la muñeca, al extremo de la vieja cicatriz, se advierte un tatuaje borroso, descolorido por el sol y el tiempo.

- Lo han visto llegar y fuerzan vela, pero no creo que lo alcancen. Viene muy abierto de tierra.

- Puede rolar el viento.

- A esta hora, y con su permiso, doña Lolita, le escasearía como mucho tres cuartas. Suficiente para meterse en la bahía. Peor lo iba a tener el otro, de proa... Yo diría que en media hora el francés se queda atrás.

Lolita Palma mira los arrecifes de la entrada a Cádiz, que aún no cubre la marea alta. Hacia la derecha, más al interior, están los navíos ingleses y españoles fondeados entre el baluarte de San Felipe y la Puerta de Mar, con las velas aferradas y las vergas bajas.

- ¿Y dices que no es nuestro bergantín?

- Para mí que no -Santos mueve la cabeza sin apartar los ojos del mar-. Más polacra, parece.

Lolita Palma vuelve a mirar por el catalejo. Pese a la buena visibilidad que proporciona el viento del oeste, no puede distinguir banderas de señales. Pero es cierto que, aunque la embarcación tiene velas cuadras, sus palos, que en la distancia parecen desprovistos de cofas y crucetas, no corresponden a un bergantín convencional como el Marco Bruto. La decepción la hace apartar la vista, desazonada. Demasiado retraso ya, piensa. Demasiadas cosas serias en juego. La pérdida de ese barco y su carga supondría un golpe irreparable -segundo en tres meses-, con el agravante de que, a causa del asedio francés, los caudales de propiedad privada vienen estos días a riesgo de particulares y armadores, y su pérdida no la cubre seguro alguno.

- Quédate aquí de todas formas. Hasta confirmarlo.

- Como usted mande, doña Lolita.

Santos la sigue llamando Lolita, igual que el resto de los viejos empleados y sirvientes de la casa. Los más jóvenes la llaman doña Dolores, o señorita. Pero entre la sociedad gaditana que la ha visto crecer sigue siendo Lolita Palma, la nieta del viejo don Enrico. La hija de Tomás Palma. Así es como sus conocidos siguen describiéndola en tertulias, reuniones y saraos, o se refieren a ella en el paseo de la Alameda, por la calle Ancha o en la misa de doce de domingos y festivos en San Francisco -sombrero en mano los caballeros, leve inclinación de cabeza con mantilla las señoras, curiosidad entre los refugiados de postín puestos al día-: niña de la mejor sociedad, excelente partido, que por circunstancias trágicas tuvo que hacerse cargo de la casa. Educación moderna, claro. Como casi todas las jóvenes de buena familia en Cádiz. Modesta y sin ostentaciones. Nada que ver, se lo aseguro, con esas zánganas de la nobleza rancia que sólo saben rellenar libretillas de baile con nombres de galanes y emperejilarse para cuando su papá las venda, con título incluido, al mejor postor. Porque en esta ciudad el dinero no lo tienen las antiguas familias de campanillas, sino el comercio. El trabajo es la única aristocracia respetada aquí, y a las muchachas las educamos como Dios manda: responsables de sus hermanos desde pequeñas, piadosas sin aspavientos, estudios prácticos y algún idioma. Nunca se sabe cuándo deberán ayudar en el negocio familiar, ocuparse de la correspondencia y cosas así; ni tampoco si una vez casadas o viudas tendrán que intervenir en asuntos de los que dependen muchas familias y bocas, prosperidad ciudadana aparte. Y mire usted. Sabemos de buena tinta que a Lolita en concreto -el abuelo fue conocido síndico de la ciudad y diputado del Común-, su padre le hizo estudiar aritmética, cambio internacional, reducción de pesos, medidas y monedas extranjeras, y contabilidad en libros dobles de comercio. Además, habla, lee y escribe inglés, y se defiende en francés. Hasta de botánica dicen que sabe, la niña. De plantas, flores y eso. Lástima que se haya quedado soltera.

17/04/2010

Fuente:
Diario "La Nación" Suplemento ADN Cultura

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