TOBIAS WOLFF. Al autor de Vieja escuela no le gusta
que se hable de "realismo sucio". Foto: JOHN TODD/ AP.
que se hable de "realismo sucio". Foto: JOHN TODD/ AP.
Literatura / Tobias Wolff
"EL CUENTO ES UN ARTE EXPERIMENTAL"
En esta entrevista, el autor de Aquí empieza nuestra historia (Alfaguara), uno de los escritores norteamericanos más importantes de la actualidad, reflexiona sobre la inagotable tradición del relato corto.
Por: Pedro B. Rey
De la Redacción de LA NACION
En Remembering Ray, un libro colectivo en homenaje a Raymond Carver, Tobias Wolff (Alabama, 1950) cuenta una anécdota imperdible sobre el autor de Catedral . Durante una conversación en que los dos intercambiaban historias personales, Wolff se sintió obligado a estar a la altura del difícil pasado de su amigo. Casi sin darse cuenta, se descubrió improvisando una vieja y superada adicción a la heroína. Mientras el otro lo interrogaba con interés, recordó hasta qué punto Carver era famoso por sus indiscreciones y le pidió que todo quedara entre los dos. Cuando unos días después, culposo, lo llamó para confesarle el engaño, se encontró con un silencio de piedra. Carver ya había propalado la noticia (entre unos pocos que, según él, no la repetirían) y, como si fuera el protagonista de una de sus historias, durante años Wolff tuvo que tolerar estoicamente que conocidos y desconocidos le transmitieran piadosas palabras de aliento.
"Raymond era una persona muy jovial -recuerda hoy el escritor desde su casa en California, antes de partir raudamente a la Universidad de Stanford, donde enseña Escritura creativa- y fuimos muy buenos amigos. Fue una persona decisiva en mi vida, pero lo central es que su obra no deja de crecer con el paso del tiempo. No quedan dudas de que la suya es una de las voces indiscutibles de la literatura norteamericana."
La reivindicación puede parecer redundante. No lo es si se piensa en algunas de las críticas que recibió el minimalismo durante su eclosión en los años ochenta, cuando los imitadores genéricos de Carver, Wolff y Richard Ford se desperdigaban como una mancha de petróleo por cada rincón de la literatura estadounidense. Algunos (Paul West, por ejemplo) los acusaban de empobrecer el vocabulario y ser la contraparte literaria de la televisión. Mientras tanto, en Inglaterra, Bill Buford acuñaba en la influyente revista Granta un término descriptivo, "realismo sucio", que los supuestos cultores del estilo no tardaron en execrar.
Más de dos décadas después, aquietadas las aguas de aquel revival cuentístico, Wolff -que prefiere la conversación telefónica a la respuesta escrita "porque tipea con un solo dedo"- reniega de cualquier fórmula. "Para empezar nunca existió una escuela literaria llamada ´minimalismo´ o ´realismo sucio´. Yo comencé a escribir de esta manera cuando era joven y de buscar antecedentes puedo remontarme a un libro tan lejano como En nuestro tiempo, de Hemingway. Algo similar le pasó a John Barth, William Gaddis, Robert Coover, y hasta cierto punto Pynchon, escritores muy distintos entre sí, a los que siempre se agrupa en una inexistente escuela posmoderna."
Wolff tiene motivos para trazar diferencias. Aunque sus libros compartan evidentes rasgos temáticos y estilísticos -ambientes de ciudades pequeñas y degradadas, personajes no siempre recomendables, el uso extensivo de la elipsis, las resoluciones epifánicas-, la reciente publicación en la Argentina de Aquí empieza nuestra historia, una amplia antología que reúne una veintena de relatos conocidos más diez inéditos, revela hasta qué punto la suya es una obra personal.
Al escritor le gusta hablar de honestidad en relación con sus personajes. Aunque la clave de bóveda de su oficio parece residir en la resta y no la suma de palabras, sus relatos están lejos de la parquedad. La mayoría ronda las quince páginas y la anécdota que en teoría los guía suele tomar desvíos inesperados, como si la narración consistiera en saber esperar el momento en que se activa la deriva.
Wolff es un escritor renuente a las exigencias de periodicidad que reclama el mercado: en más de tres décadas ha publicado cuatro libros de cuentos, tres novelas (la última, Vieja escuela ) y dos notables memorias novelizadas: Vida de este chico (1989), sobre la errática vida con su madre tras la separación familiar, y En el ejército del faraón (1994), sobre sus experiencias como soldado en Vietnam.
Su narrativa, sin embargo, se apoya principalmente en las formas breves, que ha practicado de manera infatigable durante las últimas tres décadas. "El cuento -explica Wolff cuando se le pregunta por esa predilección- es más exigente, cada palabra debe estar en su lugar, obliga a pensar más y estar más atento, a diferencia de la novela, que necesita un marco de tranquilidad. Hay pocas novelas perfectas, pero sí muchos cuentos perfectos. Lo que encuentro interesante en un relato es que permite al lector olvidarse por momentos de que está leyendo una historia. Y eso me permite como escritor la posibilidad de ensayar muchas más variantes. El cuento es un arte mucho más experimental."
Uno de los temas que su narrativa visita una y otra vez es la mentira. Sus personajes suelen ser fabuladores de diverso grado (uno de sus cuentos más logrados, que narra las peripecias de un adolescente compulsivo, se llama justamente "El mentiroso"). Podría creerse que escribir es una forma de exorcismo, el modo de confinar las imposturas al terreno de lo escrito. "Siempre hay algo de experiencia personal en lo que se escribe, pero hay algo profundo en la mentira. Es la manera como la gente, y los personajes, lidian con el mundo que tienen enfrente. Al mentir, de pronto se advierte que uno no es siempre el mismo, que se está cambiando permanentemente y que al final de la vida se ha terminado siendo muchas personas."
En Aquí comienza nuestra historia, la proximidad de antiguos y nuevos cuentos produce una impresión de continuidad. Se diría que, un poco a la manera de Walt Whitman, que iba engrosando periódicamente sus Hojas de hierba, Wolff estuviera escribiendoun único volumen destinado a capturar vidas mínimas. "Me halaga que pueda leerse así. Originalmente sólo iban a publicarse los cuentos nuevos, pero me dio curiosidad ver qué tipo de parábola trazaban al ponerlos lado a lado."
La literatura estadounidense ha vivido obsesionada por la "gran novela americana", pero encontró en el cuento una tradición que no se desarrolló de la misma manera en otras latitudes. ¿Es el relato corto el género por excelencia del país del norte, su marca de "excepción", como el béisbol o el fútbol americano lo son para el deporte? "Yo no le vería desde ese punto de vista. En realidad pueden rastrearse influencias muy diversas en los cuentos que se escriben aquí -dice Wolff-. Es claro el influjo de cierta narrativa irlandesa, por ejemplo, y también, de la narrativa rusa. Baste pensar en la importancia que tuvo Chejov para Carver. Y también, más cerca en el tiempo, el influjo que tuvo en muchos otros escritores un autor como Borges. Yo diría que toda literatura es un tejido de influencias mutuas."
No es fácil explicar esa tradición idiosincrática, que comienza en Poe y llega hasta la actualidad. "Hace cincuenta años -razona Wolff- había un gran mercado para los relatos cortos y eso fomentó el género. Todas las revistas querían publicar cuentos, que eran una buena fuente de ingresos, como ejemplifica el caso de (Francis Scott) Fitzgerald." El escritor no añora sin embargo aquella época, cuando se la invoca como una suerte de paraíso perdido. "No todo lo que salía en esas publicaciones valía la pena. Los cuentos de Fitzgerald que resisten mejor, ´Babilonia revisitada´ o ´El diamante grande como el Ritz´, son los textos que publicó en Esquire, una revista que en aquellos tiempos era bastante literaria. Muchos otros son muy poco interesantes."
En los raros caminos que propone el destino, Wolff tiene un cómplice impensado: Geoffrey, su hermano ocho años mayor, también escritor. La historia es singular: cuando los padres se separaron, Tobias quedó a cargo de la madre, que se mudó al noroeste de los Estados Unidos, donde tuvo una vida conflictiva (los detalles se cuentan en Vida de este chico, de 1989). Geoffrey, por su parte, permaneció con su padre, un estafador consuetudinario obsesionado por la alta sociedad y el lujo (en su libro Duke of Deception , de 1979, se encargó de narrar esa historia). Ambos libros pueden leerse como el magnífico díptico sobre una familia partida en dos, para siempre.
"Es curioso -dice Tobias cuando se le pregunta por su hermano mayor, al que recién reencontró cuando él mismo ya era joven- porque nadie diría que es mi hermano. Al criarnos cada uno por su lado, venimos de culturas distintas, incluso, me animaría a decir, de una clase social distinta." De esos memorables malentendidos está hecha buena parte de la obra de Wolff y en "El hermano rico", uno de sus cuentos, puede intuirse cómo la realidad se transmutó en ficción hasta volverse apenas reconocible.
© LA NACION
17/04/2010
En Remembering Ray, un libro colectivo en homenaje a Raymond Carver, Tobias Wolff (Alabama, 1950) cuenta una anécdota imperdible sobre el autor de Catedral . Durante una conversación en que los dos intercambiaban historias personales, Wolff se sintió obligado a estar a la altura del difícil pasado de su amigo. Casi sin darse cuenta, se descubrió improvisando una vieja y superada adicción a la heroína. Mientras el otro lo interrogaba con interés, recordó hasta qué punto Carver era famoso por sus indiscreciones y le pidió que todo quedara entre los dos. Cuando unos días después, culposo, lo llamó para confesarle el engaño, se encontró con un silencio de piedra. Carver ya había propalado la noticia (entre unos pocos que, según él, no la repetirían) y, como si fuera el protagonista de una de sus historias, durante años Wolff tuvo que tolerar estoicamente que conocidos y desconocidos le transmitieran piadosas palabras de aliento.
"Raymond era una persona muy jovial -recuerda hoy el escritor desde su casa en California, antes de partir raudamente a la Universidad de Stanford, donde enseña Escritura creativa- y fuimos muy buenos amigos. Fue una persona decisiva en mi vida, pero lo central es que su obra no deja de crecer con el paso del tiempo. No quedan dudas de que la suya es una de las voces indiscutibles de la literatura norteamericana."
La reivindicación puede parecer redundante. No lo es si se piensa en algunas de las críticas que recibió el minimalismo durante su eclosión en los años ochenta, cuando los imitadores genéricos de Carver, Wolff y Richard Ford se desperdigaban como una mancha de petróleo por cada rincón de la literatura estadounidense. Algunos (Paul West, por ejemplo) los acusaban de empobrecer el vocabulario y ser la contraparte literaria de la televisión. Mientras tanto, en Inglaterra, Bill Buford acuñaba en la influyente revista Granta un término descriptivo, "realismo sucio", que los supuestos cultores del estilo no tardaron en execrar.
Más de dos décadas después, aquietadas las aguas de aquel revival cuentístico, Wolff -que prefiere la conversación telefónica a la respuesta escrita "porque tipea con un solo dedo"- reniega de cualquier fórmula. "Para empezar nunca existió una escuela literaria llamada ´minimalismo´ o ´realismo sucio´. Yo comencé a escribir de esta manera cuando era joven y de buscar antecedentes puedo remontarme a un libro tan lejano como En nuestro tiempo, de Hemingway. Algo similar le pasó a John Barth, William Gaddis, Robert Coover, y hasta cierto punto Pynchon, escritores muy distintos entre sí, a los que siempre se agrupa en una inexistente escuela posmoderna."
Wolff tiene motivos para trazar diferencias. Aunque sus libros compartan evidentes rasgos temáticos y estilísticos -ambientes de ciudades pequeñas y degradadas, personajes no siempre recomendables, el uso extensivo de la elipsis, las resoluciones epifánicas-, la reciente publicación en la Argentina de Aquí empieza nuestra historia, una amplia antología que reúne una veintena de relatos conocidos más diez inéditos, revela hasta qué punto la suya es una obra personal.
Al escritor le gusta hablar de honestidad en relación con sus personajes. Aunque la clave de bóveda de su oficio parece residir en la resta y no la suma de palabras, sus relatos están lejos de la parquedad. La mayoría ronda las quince páginas y la anécdota que en teoría los guía suele tomar desvíos inesperados, como si la narración consistiera en saber esperar el momento en que se activa la deriva.
Wolff es un escritor renuente a las exigencias de periodicidad que reclama el mercado: en más de tres décadas ha publicado cuatro libros de cuentos, tres novelas (la última, Vieja escuela ) y dos notables memorias novelizadas: Vida de este chico (1989), sobre la errática vida con su madre tras la separación familiar, y En el ejército del faraón (1994), sobre sus experiencias como soldado en Vietnam.
Su narrativa, sin embargo, se apoya principalmente en las formas breves, que ha practicado de manera infatigable durante las últimas tres décadas. "El cuento -explica Wolff cuando se le pregunta por esa predilección- es más exigente, cada palabra debe estar en su lugar, obliga a pensar más y estar más atento, a diferencia de la novela, que necesita un marco de tranquilidad. Hay pocas novelas perfectas, pero sí muchos cuentos perfectos. Lo que encuentro interesante en un relato es que permite al lector olvidarse por momentos de que está leyendo una historia. Y eso me permite como escritor la posibilidad de ensayar muchas más variantes. El cuento es un arte mucho más experimental."
Uno de los temas que su narrativa visita una y otra vez es la mentira. Sus personajes suelen ser fabuladores de diverso grado (uno de sus cuentos más logrados, que narra las peripecias de un adolescente compulsivo, se llama justamente "El mentiroso"). Podría creerse que escribir es una forma de exorcismo, el modo de confinar las imposturas al terreno de lo escrito. "Siempre hay algo de experiencia personal en lo que se escribe, pero hay algo profundo en la mentira. Es la manera como la gente, y los personajes, lidian con el mundo que tienen enfrente. Al mentir, de pronto se advierte que uno no es siempre el mismo, que se está cambiando permanentemente y que al final de la vida se ha terminado siendo muchas personas."
En Aquí comienza nuestra historia, la proximidad de antiguos y nuevos cuentos produce una impresión de continuidad. Se diría que, un poco a la manera de Walt Whitman, que iba engrosando periódicamente sus Hojas de hierba, Wolff estuviera escribiendoun único volumen destinado a capturar vidas mínimas. "Me halaga que pueda leerse así. Originalmente sólo iban a publicarse los cuentos nuevos, pero me dio curiosidad ver qué tipo de parábola trazaban al ponerlos lado a lado."
La literatura estadounidense ha vivido obsesionada por la "gran novela americana", pero encontró en el cuento una tradición que no se desarrolló de la misma manera en otras latitudes. ¿Es el relato corto el género por excelencia del país del norte, su marca de "excepción", como el béisbol o el fútbol americano lo son para el deporte? "Yo no le vería desde ese punto de vista. En realidad pueden rastrearse influencias muy diversas en los cuentos que se escriben aquí -dice Wolff-. Es claro el influjo de cierta narrativa irlandesa, por ejemplo, y también, de la narrativa rusa. Baste pensar en la importancia que tuvo Chejov para Carver. Y también, más cerca en el tiempo, el influjo que tuvo en muchos otros escritores un autor como Borges. Yo diría que toda literatura es un tejido de influencias mutuas."
No es fácil explicar esa tradición idiosincrática, que comienza en Poe y llega hasta la actualidad. "Hace cincuenta años -razona Wolff- había un gran mercado para los relatos cortos y eso fomentó el género. Todas las revistas querían publicar cuentos, que eran una buena fuente de ingresos, como ejemplifica el caso de (Francis Scott) Fitzgerald." El escritor no añora sin embargo aquella época, cuando se la invoca como una suerte de paraíso perdido. "No todo lo que salía en esas publicaciones valía la pena. Los cuentos de Fitzgerald que resisten mejor, ´Babilonia revisitada´ o ´El diamante grande como el Ritz´, son los textos que publicó en Esquire, una revista que en aquellos tiempos era bastante literaria. Muchos otros son muy poco interesantes."
En los raros caminos que propone el destino, Wolff tiene un cómplice impensado: Geoffrey, su hermano ocho años mayor, también escritor. La historia es singular: cuando los padres se separaron, Tobias quedó a cargo de la madre, que se mudó al noroeste de los Estados Unidos, donde tuvo una vida conflictiva (los detalles se cuentan en Vida de este chico, de 1989). Geoffrey, por su parte, permaneció con su padre, un estafador consuetudinario obsesionado por la alta sociedad y el lujo (en su libro Duke of Deception , de 1979, se encargó de narrar esa historia). Ambos libros pueden leerse como el magnífico díptico sobre una familia partida en dos, para siempre.
"Es curioso -dice Tobias cuando se le pregunta por su hermano mayor, al que recién reencontró cuando él mismo ya era joven- porque nadie diría que es mi hermano. Al criarnos cada uno por su lado, venimos de culturas distintas, incluso, me animaría a decir, de una clase social distinta." De esos memorables malentendidos está hecha buena parte de la obra de Wolff y en "El hermano rico", uno de sus cuentos, puede intuirse cómo la realidad se transmutó en ficción hasta volverse apenas reconocible.
© LA NACION
17/04/2010
Fuente:
Diario "La Nación" Suplemento ADN Cultura
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