sábado, 13 de febrero de 2010

“LA FLECHA DEL TIEMPO” POR SANDRO BARELLA.

Brodsky
Foto: Archivo


Crítica de libros / Poesía

“LA FLECHA DEL TIEMPO”

Por: Sandro Barrella

En una escena de La nueva Moscú , un film de 1938 del director Alexander Medvedkin, un desperfecto en un proyector juega una mala pasada a los arquitectos que presentaban, en una sala repleta, sus planes urbanísticos para la capital del país de los soviets. La máquina enloquece, se invierte la flecha del tiempo y en la pantalla se observa el regreso de la antigua Moscú. En imágenes superpuestas, en retroceso, la maqueta de la nueva ciudad se sumerge en sus propias ruinas, dando paso a los edificios que simbolizan el antiguo régimen de los zares. En medio de las risas, el joven héroe retorna al control y todo vuelve a encarrilarse en el sentido correcto, hacia el futuro radiante. A pesar del afán pedagógico de Medvedkin, las autoridades no comprendieron el chiste y la película sólo pudo exhibirse una vez. Es improbable que Joseph Brodsky (1940-1996), nacido en la ciudad que por entonces se llamaba Leningrado, haya conocido el film durante sus años de formación. Ciertos rasgos de su obra, sin embargo, parecen contenidos en esa escena, del mismo modo que, abusando del anacronismo, puede decirse que es su poesía la que podría haberla inspirado. Brodsky es un poeta que domina la distancia y ha sabido trastornar las ilusiones que ésta produce, a tal punto que sus versos logran abolirla por completo. Esto cuenta tanto para la noción de espacio como para las coordenadas temporales. Si en sus poemas la ruina acecha, será sin el sentimiento de pérdida o progreso, ya que no hay una edad dorada cuya ausencia haya que lamentar, ni futuro promisorio al que se pueda arribar.

Canción de cuna reúne una serie de poemas, más bien breves, junto a dos extensos. Uno de ellos es el que da nombre al volumen y resume en buena medida las constantes de la poética de su autor. "Canción de cuna de Cape Cod", fechado en 1975, funciona además a modo de recuento -sin ánimo de hacer balance-, tres años después de haber sido expulsado de la Unión Soviética en los años setenta y establecerse en Estados Unidos: "El cambio de un imperio por otro se vincula íntimamente/ con el murmullo de las palabras, el suave rocío fricativo/ de la saliva al hablar". Como el propio poeta lo expresa, poco o nada ha cambiado tras el viaje, salvo la realidad verbal circundante, que dice presente en su mesa de trabajo. El poema se desliza, no en línea recta, no persigue un fin, ya que "no hay adonde ir"; los versos se acumulan en una trama compleja colmada de metáforas, el centro de gravedad se multiplica, "el tema" se bifurca y las imágenes dan cuenta de un espacio virtual, que condensa la geografía y la historia en la habitación en la que el poeta, en soledad, escribe. Con sus repeticiones, su base rítmica, sus variaciones -que la traducción logra transmitir-, el poema deriva en una música hipnótica que arrastra al lector más allá de la esclusa del sentido.

El otro largo poema, "Vertumno", recrea un procedimiento habitual en la poesía del autor. Sobre un tema o una figura de la Antigüedad clásica -en este caso el dios romano que personificaba la noción del cambio, de la mutación de la vegetación durante el transcurso de las estaciones, y a quien se atribuía el don de la metamorfosis-, Brodsky opera sobre el tiempo cronológico, dejándolo en suspenso. El poeta entabla relación con una estatua que personifica al dios, quien cobra vida con su palabra. Lo que sigue es un diálogo a una voz, un paseo metafísico que atraviesa las épocas, las estaciones; le toma el pulso a la civilización con el instrumento afilado de la ironía: "Los dioses no dejan manchas/ en las sábanas, y menos aún descendencia./ Se conforman con alguna semejanza tallada a mano/ en un nicho de piedra, al final del sendero de un jardín,/ dichosos como una minoría, que es lo que son". Si como escribió la también rusa Marina Tsvietáieva, "todo poeta es un emigrante del Reino de los Cielos y del paraíso terrenal de la naturaleza", Brodsky lo es de manera tan consciente que lo encarna una y otra vez a lo largo de su obra.

De los poemas breves, "Otoño en Norenskaia", que abre el volumen, es el más antiguo de la serie (1965) y prefigura, en el uso de ciertas imágenes, el rumbo que habría de tomar su poesía. "MCMXCIV", fechado dos años antes de su muerte, es una variación, una vez más, del coloquio constante que entabla entre pasado y presente ("Tiempos terribles: nada por robar y nadie a quien robarle./ Las legiones regresan con las manos vacías de expediciones remotas") .

En el epílogo, un excelente ensayo de Walter Cassara, poeta y uno de los traductores, se pone de manifiesto el propósito del libro: no tanto una antología, sino una muestra de la poesía de Brodsky, de aquellos poemas que pudieran ser volcados a nuestra lengua sin que la merma que implica toda versión se convierta en abismo. Hechas a partir de las versiones inglesas que el propio Brodsky tradujo del ruso, estas composiciones restituyen con destreza en nuestra lengua los poemas de un creador fundamental del pasado siglo.

© LA NACION

13/02/2010

Fuente:
Diario “La Nación” Suplemento ADN CULTURA

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