Tomás Eloy Martínez y Jorge Fernández Díaz, a principios de los años 90. Foto: GENTILEZA EDITORIAL ATLÁNTIDA
“ADIÓS AL MAESTRO DE LA FICCIÓN VERDADERA”
Por: Jorge Fernández Díaz
“ADIÓS AL MAESTRO DE LA FICCIÓN VERDADERA”
Por: Jorge Fernández Díaz
Director de adncultura
Borges aborrecía a Hemingway de una manera sospechosa. Sentía, en principio, que era su antítesis: un hombre pacífico encerrado en bibliotecas contra un salvaje peregrino del mundo. Hemingway no tuvo tiempo ni siquiera de devolverle gentilezas puesto que cuando el autor de El viejo y el mar era una megaestrella de la literatura mundial y estaba a punto de volarse la cabeza de un tiro, Borges todavía no había sido canonizado en Europa por Roger Caillois.
Resulta, sin embargo, conmovedor que ambos contendientes tuvieran al menos dos coincidencias notables. Una era la fascinación por el culto del coraje. La otra era el temor al contagio de ese virus letal llamado periodismo. En este último punto, Borges y Hemingway pensaban igual: para cualquier escritor el periodismo era un buen oficio siempre y cuando fuera capaz de dejarlo a tiempo, lo que significa no traspasar jamás la línea de los 40 años. Los múltiples interlocutores de ambos jamás ahondaron en esta recomendación, pero yo siempre me he imaginado las razones profundas. Tal vez porque me incumbían de un modo personal.
El periodista escribe con suma conciencia de su público, anhela muchísimos lectores, utiliza códigos precisos y conscientes, le pega con efecto a la pelota. El periodista está más cerca de ser un guerrero de la palabra que un sacerdote de las letras. Es más un artesano, un profesional de la narración, que un artista. Esos supuestos "vicios" del periodismo pueden, para la academia, contaminar la literatura de ficción, que precisa de una independencia y de un puritanismo a prueba de trucos, calle y lectores.
Luego vino el Nuevo Periodismo, Tom Wolfe ordenó las teorías de la non fiction , Capote escribió A sangre fría , Mailer le respondió con La canción del verdugo , Guy Talese deslumbró desde Esquire y la crónica novelada llegó a cumbres excelsas en The New Yorker . Sin embargo, con todo ese viento a favor (la caída en desgracia de la novela decimonónica y la exaltación de los híbridos, la prédica del Instituto de Gabriel García Márquez y la praxis de la revista Etiqueta Negra) ; con Kapuscinski, Walsh, Villoro y Caparrós, todavía el periodismo sigue siendo en ciertos cenáculos literarios una materia contaminante y perjudicial. Lo es incluso después de haber demostrado sobradamente que puede convertirse en una de las bellas artes, y a pesar también de que la novela verídica -acaso el gran género de estos tiempos- está llena de frutos nobles. El periodismo sigue siendo, para muchos críticos, una enfermedad contagiosa que desvirtúa la mirada del "verdadero" escritor de ficciones. No es raro que Borges y Hemingway pensaran de ese modo hace décadas, lo raro es que algunos de sus descendientes hayan comprado esa idea y la hayan convertido en un dogma permanente.
Algo de esa incomprensión explica precisamente la indiferencia con que cierta crítica literaria ha recibido en nuestro país la obra de Tomás Eloy Martínez durante los últimos treinta años. Tomás no sólo es el padre moderno de la crónica en la Argentina (Walsh es el pionero), sino que además se atrevió a avanzar sobre la ficción llevando consigo los materiales periodísticos para moldearlos, a la manera en que Puig moldeó su otra gran pasión: el cine. Martínez eludió así el mandato borgeano y los prejuicios de Hemingway, e inundó de periodismo la novela. Y de novela al periodismo. Lo vemos claramente en La pasión según Trelew y sobre todo en Lugar común la muerte , textos que ya tienen asegurado un lugar en la Gran Biblioteca del Periodismo Narrativo. Y luego lo verificamos en La novela de Perón y en Santa Evita , donde la historia y el periodismo se amalgaman con la imaginación. Allí Tomás reflejó, como nadie, los mitos esenciales del peronismo, y creó con documentos, recortes, testimonios, chismes e imaginación personajes ficcionales más verdaderos que los auténticos. Su Perón es distinto y a la vez más verdadero que el real. La Evita de Tomás está llena de matices fantasmagóricos y posee una voz íntima reveladora que no tuvo. Lopecito y Moori Koenig son criaturas de ficción que le pertenecen: Martínez se apropió de ellas para siempre por el simple método de volverlas inolvidables. No es posible pensar en López Rega y en el coronel que secuestró el cadáver de Eva Perón sin pensar en lo que Tomás esculpió con la arcilla de la investigación y el vuelo de su prosa poética.
Esta operación literaria se consiguió llevando hasta las últimas consecuencias lo que Walsh había prefigurado en su pequeño gran relato "Esa mujer", otro texto inclasificable, mezcla de cuento de ficción con reportaje frustrado. "Esa mujer" es al género que inventó Tomás Eloy Martínez lo que "La carta robada" de Poe y "Los asesinos" de Hemingway fueron, respectivamente, al policial de enigma y a la novela negra.
Muere Tomás Eloy sin haber podido escribir un libro que soñaba desde hacía tiempo. Un ensayo acerca del oficio de narrar, que postulaba algo subversivo: "El periodismo y la literatura de ficción son para mí lo mismo", me dijo cuando estaba cerca del final.
Afortunadamente, muchas de sus reflexiones sobre el particular (Tomás mismo era un crítico agudo y un periodista cultural relevante) quedaron inmortalizadas en una antología que publicó hace cuatro años el Fondo de Cultura Económica. Hay que prestarle atención a ese libro que pasó inadvertido por el gran público, puesto que allí se encuentra la esencia y teoría de su arte.
El libro se titula, significativamente, La otra realidad . Y allí escribe: "Corregir la realidad, transfigurarla, disentir de la realidad, ya ha sido siempre uno de los deseos centrales del narrador". También califica como "ficciones verdaderas" el género de los deslizamientos que él mismo ha practicado y cuya tradición detecta en la historia de los libros. Y admite: "Escribo para explorar los límites entre lo real y lo ficticio".
Su prologuista fue Cristine Mattos, una doctora en Lengua Española y Literatura Hispanoamericana de la Universidad de San Pablo, quien confiesa que la primera seducción de los textos de Martínez es esa frontera con lo real: "En sus novelas, la imprecisión de los límites entre la ficción y la historia; en sus textos de prensa, un proceso de creación narrativa que se funde con el periodismo". Mattos asegura que han fallado los esfuerzos críticos por encajar a Martínez en los parámetros consagrados o en los géneros tradicionales. Sus textos contienen "demasiada ficción para los bordes que definen las novelas históricas, las composiciones biográficas o el llamado nuevo periodismo. Por otra parte, están cuajados de hechos que impiden definirlos como simple ficción y ubicarlos bajo algunas de las etiquetas asociadas a ella". Tomás trabajaba en esa "otra realidad". Hacía realismo virtual y no sólo lo hacía en sus novelas sino a veces en sus artículos, poniendo en discusión de algún modo el contrato de lectura y el sentido de verdad objetiva.
Esa "poética de la incertidumbre", como la define Mattos, es el sello por el cual Martínez quedará en la historia de la literatura argentina. Cuando se alejó de esa estética, cuando hizo novela pura y dura, cuando trató de quitarse la contaminación periodística, no alcanzó las alturas que había logrado y que siguió logrando con sus incursiones en la prensa escrita. Su Obra Periodística, cuando se compile, demostrará la real dimensión de su trabajo. Su intervención creativa es, efectivamente, inimitable y perturbadora, va mucho más allá de escribir crónicas periodísticas con los artificios del cuentista. Reflexiona el crítico Pablo Gianera: "De algún modo Tomás invirtió la preceptiva de la novela tradicional: en lugar de volver verosímil (´realista´) lo imaginado, consiguió muchas veces que lo real pareciera efecto de la imaginación".
En La otra realidad hay algunas muestras de su talento. Allí está, como en un volver a vivir, el comienzo de un artículo publicado en Caracas: "Alguna vez sugerí que Macedonio Fernández no existió nunca, y que sus fotos corresponden a las de un viejecito que se divertía imitándolo. Ciertas personas que llegaron a conocerlo estuvieron de acuerdo conmigo. Macedonio era un personaje visible pero improbable". O aquel comienzo antológico: "Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir. Se le habían disipado ya las atroces punzadas en el vientre y el cuerpo estaba de nuevo limpio, a solas consigo mismo, en una beatitud sin tiempo y sin lugar". O la prosa suntuosa y elegante de aquel otro capítulo inicial: "Una vez más, el general Juan Perón soñó que caminaba hasta la entrada del Polo Sur y que una jauría de mujeres no lo dejaba pasar".
Lo conocí personalmente hace ya muchos años, cultivamos una amistad signada por largas conversaciones sobre literatura, en las que nos contábamos los libros que estábamos escribiendo y Tomás no se privaba nunca de darme lúcidos y cariñosos consejos. Una vez, tomando algo en el Café Roma, le pregunté si no abandonaría Estados Unidos para ponerse al frente de una revista cultural. Ya era un escritor reconocido en muchas partes del mundo, un prócer que se codeaba con García Márquez, Fuentes, Auster, DeLillo. Pensé que me sacaría carpiendo. Pero a cambio de eso comenzó a fantasear con volver al ruedo. Hacer lo que había hecho en Primera Plana, en Página/12 y en tantos otros medios de aquí y de América latina. Regresar a una redacción, poner en marcha un proyecto. Luego en Europa, su amigo José Claudio Escribano completó el juego de pinzas y Tomás repentinamente aceptó.
Desde ese momento hablábamos a diario, y yo iba diseñando el negocio y los números cero desde Buenos Aires, esperando que se mudara. Lo hizo mientras comenzaba a luchar contra el tumor cerebral que le habían detectado. Encaró esa batalla médica con un optimismo sobrenatural mientras seguía con sus libros, con sus conferencias y con la génesis de adncultura. Somos periodistas de diferentes generaciones y tuvimos, como no podía ser de otra manera, muchas discusiones, aunque nunca pudimos dejar de querernos. Se apartó para volverse un consejero externo y para seguir escribiendo su novela Purgatorio . La quimioterapia le quitaba fuerzas y comenzaba a tener un dramático sentido del tiempo.
Me llamó hace unas semanas para despedirse. Tomamos el té en su casa de Buenos Aires y simulamos que volveríamos a vernos. No pude dejar de pensar en Tomás ni un solo día desde aquél en el que lo vi definitivamente vencido, allí donde alguna vez estaremos todos. Y aun así peleando para ponerle el punto final a una novela inédita sobre el Olimpo.
Este editorial tenía por misión demostrar por qué su literatura no morirá a pesar de que nada contra la corriente de los cenáculos y los prejuicios de la contaminación periodística. Y esta edición especial lleva como propósito aunar notas de escritores y periodistas que lo conocieron y lo han leído apasionadamente, con textos antológicos del propio Tomás Eloy Martínez.
Nos enseñó a todos mucho. Muchísimo. Lo vamos a extrañar.
Y perdón por el lugar común. Perdón por la tristeza.
© LA NACION
jdiaz@lanacion.com.ar
06/02/2010
Fuente:
Diario “La Nación” Suplemento ADN CULTURA.
Borges aborrecía a Hemingway de una manera sospechosa. Sentía, en principio, que era su antítesis: un hombre pacífico encerrado en bibliotecas contra un salvaje peregrino del mundo. Hemingway no tuvo tiempo ni siquiera de devolverle gentilezas puesto que cuando el autor de El viejo y el mar era una megaestrella de la literatura mundial y estaba a punto de volarse la cabeza de un tiro, Borges todavía no había sido canonizado en Europa por Roger Caillois.
Resulta, sin embargo, conmovedor que ambos contendientes tuvieran al menos dos coincidencias notables. Una era la fascinación por el culto del coraje. La otra era el temor al contagio de ese virus letal llamado periodismo. En este último punto, Borges y Hemingway pensaban igual: para cualquier escritor el periodismo era un buen oficio siempre y cuando fuera capaz de dejarlo a tiempo, lo que significa no traspasar jamás la línea de los 40 años. Los múltiples interlocutores de ambos jamás ahondaron en esta recomendación, pero yo siempre me he imaginado las razones profundas. Tal vez porque me incumbían de un modo personal.
El periodista escribe con suma conciencia de su público, anhela muchísimos lectores, utiliza códigos precisos y conscientes, le pega con efecto a la pelota. El periodista está más cerca de ser un guerrero de la palabra que un sacerdote de las letras. Es más un artesano, un profesional de la narración, que un artista. Esos supuestos "vicios" del periodismo pueden, para la academia, contaminar la literatura de ficción, que precisa de una independencia y de un puritanismo a prueba de trucos, calle y lectores.
Luego vino el Nuevo Periodismo, Tom Wolfe ordenó las teorías de la non fiction , Capote escribió A sangre fría , Mailer le respondió con La canción del verdugo , Guy Talese deslumbró desde Esquire y la crónica novelada llegó a cumbres excelsas en The New Yorker . Sin embargo, con todo ese viento a favor (la caída en desgracia de la novela decimonónica y la exaltación de los híbridos, la prédica del Instituto de Gabriel García Márquez y la praxis de la revista Etiqueta Negra) ; con Kapuscinski, Walsh, Villoro y Caparrós, todavía el periodismo sigue siendo en ciertos cenáculos literarios una materia contaminante y perjudicial. Lo es incluso después de haber demostrado sobradamente que puede convertirse en una de las bellas artes, y a pesar también de que la novela verídica -acaso el gran género de estos tiempos- está llena de frutos nobles. El periodismo sigue siendo, para muchos críticos, una enfermedad contagiosa que desvirtúa la mirada del "verdadero" escritor de ficciones. No es raro que Borges y Hemingway pensaran de ese modo hace décadas, lo raro es que algunos de sus descendientes hayan comprado esa idea y la hayan convertido en un dogma permanente.
Algo de esa incomprensión explica precisamente la indiferencia con que cierta crítica literaria ha recibido en nuestro país la obra de Tomás Eloy Martínez durante los últimos treinta años. Tomás no sólo es el padre moderno de la crónica en la Argentina (Walsh es el pionero), sino que además se atrevió a avanzar sobre la ficción llevando consigo los materiales periodísticos para moldearlos, a la manera en que Puig moldeó su otra gran pasión: el cine. Martínez eludió así el mandato borgeano y los prejuicios de Hemingway, e inundó de periodismo la novela. Y de novela al periodismo. Lo vemos claramente en La pasión según Trelew y sobre todo en Lugar común la muerte , textos que ya tienen asegurado un lugar en la Gran Biblioteca del Periodismo Narrativo. Y luego lo verificamos en La novela de Perón y en Santa Evita , donde la historia y el periodismo se amalgaman con la imaginación. Allí Tomás reflejó, como nadie, los mitos esenciales del peronismo, y creó con documentos, recortes, testimonios, chismes e imaginación personajes ficcionales más verdaderos que los auténticos. Su Perón es distinto y a la vez más verdadero que el real. La Evita de Tomás está llena de matices fantasmagóricos y posee una voz íntima reveladora que no tuvo. Lopecito y Moori Koenig son criaturas de ficción que le pertenecen: Martínez se apropió de ellas para siempre por el simple método de volverlas inolvidables. No es posible pensar en López Rega y en el coronel que secuestró el cadáver de Eva Perón sin pensar en lo que Tomás esculpió con la arcilla de la investigación y el vuelo de su prosa poética.
Esta operación literaria se consiguió llevando hasta las últimas consecuencias lo que Walsh había prefigurado en su pequeño gran relato "Esa mujer", otro texto inclasificable, mezcla de cuento de ficción con reportaje frustrado. "Esa mujer" es al género que inventó Tomás Eloy Martínez lo que "La carta robada" de Poe y "Los asesinos" de Hemingway fueron, respectivamente, al policial de enigma y a la novela negra.
Muere Tomás Eloy sin haber podido escribir un libro que soñaba desde hacía tiempo. Un ensayo acerca del oficio de narrar, que postulaba algo subversivo: "El periodismo y la literatura de ficción son para mí lo mismo", me dijo cuando estaba cerca del final.
Afortunadamente, muchas de sus reflexiones sobre el particular (Tomás mismo era un crítico agudo y un periodista cultural relevante) quedaron inmortalizadas en una antología que publicó hace cuatro años el Fondo de Cultura Económica. Hay que prestarle atención a ese libro que pasó inadvertido por el gran público, puesto que allí se encuentra la esencia y teoría de su arte.
El libro se titula, significativamente, La otra realidad . Y allí escribe: "Corregir la realidad, transfigurarla, disentir de la realidad, ya ha sido siempre uno de los deseos centrales del narrador". También califica como "ficciones verdaderas" el género de los deslizamientos que él mismo ha practicado y cuya tradición detecta en la historia de los libros. Y admite: "Escribo para explorar los límites entre lo real y lo ficticio".
Su prologuista fue Cristine Mattos, una doctora en Lengua Española y Literatura Hispanoamericana de la Universidad de San Pablo, quien confiesa que la primera seducción de los textos de Martínez es esa frontera con lo real: "En sus novelas, la imprecisión de los límites entre la ficción y la historia; en sus textos de prensa, un proceso de creación narrativa que se funde con el periodismo". Mattos asegura que han fallado los esfuerzos críticos por encajar a Martínez en los parámetros consagrados o en los géneros tradicionales. Sus textos contienen "demasiada ficción para los bordes que definen las novelas históricas, las composiciones biográficas o el llamado nuevo periodismo. Por otra parte, están cuajados de hechos que impiden definirlos como simple ficción y ubicarlos bajo algunas de las etiquetas asociadas a ella". Tomás trabajaba en esa "otra realidad". Hacía realismo virtual y no sólo lo hacía en sus novelas sino a veces en sus artículos, poniendo en discusión de algún modo el contrato de lectura y el sentido de verdad objetiva.
Esa "poética de la incertidumbre", como la define Mattos, es el sello por el cual Martínez quedará en la historia de la literatura argentina. Cuando se alejó de esa estética, cuando hizo novela pura y dura, cuando trató de quitarse la contaminación periodística, no alcanzó las alturas que había logrado y que siguió logrando con sus incursiones en la prensa escrita. Su Obra Periodística, cuando se compile, demostrará la real dimensión de su trabajo. Su intervención creativa es, efectivamente, inimitable y perturbadora, va mucho más allá de escribir crónicas periodísticas con los artificios del cuentista. Reflexiona el crítico Pablo Gianera: "De algún modo Tomás invirtió la preceptiva de la novela tradicional: en lugar de volver verosímil (´realista´) lo imaginado, consiguió muchas veces que lo real pareciera efecto de la imaginación".
En La otra realidad hay algunas muestras de su talento. Allí está, como en un volver a vivir, el comienzo de un artículo publicado en Caracas: "Alguna vez sugerí que Macedonio Fernández no existió nunca, y que sus fotos corresponden a las de un viejecito que se divertía imitándolo. Ciertas personas que llegaron a conocerlo estuvieron de acuerdo conmigo. Macedonio era un personaje visible pero improbable". O aquel comienzo antológico: "Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir. Se le habían disipado ya las atroces punzadas en el vientre y el cuerpo estaba de nuevo limpio, a solas consigo mismo, en una beatitud sin tiempo y sin lugar". O la prosa suntuosa y elegante de aquel otro capítulo inicial: "Una vez más, el general Juan Perón soñó que caminaba hasta la entrada del Polo Sur y que una jauría de mujeres no lo dejaba pasar".
Lo conocí personalmente hace ya muchos años, cultivamos una amistad signada por largas conversaciones sobre literatura, en las que nos contábamos los libros que estábamos escribiendo y Tomás no se privaba nunca de darme lúcidos y cariñosos consejos. Una vez, tomando algo en el Café Roma, le pregunté si no abandonaría Estados Unidos para ponerse al frente de una revista cultural. Ya era un escritor reconocido en muchas partes del mundo, un prócer que se codeaba con García Márquez, Fuentes, Auster, DeLillo. Pensé que me sacaría carpiendo. Pero a cambio de eso comenzó a fantasear con volver al ruedo. Hacer lo que había hecho en Primera Plana, en Página/12 y en tantos otros medios de aquí y de América latina. Regresar a una redacción, poner en marcha un proyecto. Luego en Europa, su amigo José Claudio Escribano completó el juego de pinzas y Tomás repentinamente aceptó.
Desde ese momento hablábamos a diario, y yo iba diseñando el negocio y los números cero desde Buenos Aires, esperando que se mudara. Lo hizo mientras comenzaba a luchar contra el tumor cerebral que le habían detectado. Encaró esa batalla médica con un optimismo sobrenatural mientras seguía con sus libros, con sus conferencias y con la génesis de adncultura. Somos periodistas de diferentes generaciones y tuvimos, como no podía ser de otra manera, muchas discusiones, aunque nunca pudimos dejar de querernos. Se apartó para volverse un consejero externo y para seguir escribiendo su novela Purgatorio . La quimioterapia le quitaba fuerzas y comenzaba a tener un dramático sentido del tiempo.
Me llamó hace unas semanas para despedirse. Tomamos el té en su casa de Buenos Aires y simulamos que volveríamos a vernos. No pude dejar de pensar en Tomás ni un solo día desde aquél en el que lo vi definitivamente vencido, allí donde alguna vez estaremos todos. Y aun así peleando para ponerle el punto final a una novela inédita sobre el Olimpo.
Este editorial tenía por misión demostrar por qué su literatura no morirá a pesar de que nada contra la corriente de los cenáculos y los prejuicios de la contaminación periodística. Y esta edición especial lleva como propósito aunar notas de escritores y periodistas que lo conocieron y lo han leído apasionadamente, con textos antológicos del propio Tomás Eloy Martínez.
Nos enseñó a todos mucho. Muchísimo. Lo vamos a extrañar.
Y perdón por el lugar común. Perdón por la tristeza.
© LA NACION
jdiaz@lanacion.com.ar
06/02/2010
Fuente:
Diario “La Nación” Suplemento ADN CULTURA.
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