Ignacio Echevarría.
"YO NO LEO, YO ESCRIBO"
"YO NO LEO, YO ESCRIBO"
Por: Ignacio Echevarría
Dice Umberto Eco que cuando le preguntan, a menudo con insistencia, si ha leído tal o cual libro, contesta siempre:
“Mire usted, es que yo no leo, yo escribo”.
Y de este modo consigue que todos se callen.
Lo cuenta en su entretenidísima conversación con Jean-Claude Carrière, publicada hace poco bajo el disuasorio título Nadie acabará con los libros (Lumen, 2010).
La frase de Eco es una boutade, sin duda, pero como toda boutade concede un cierto margen a la verosimilitud. Al fin y al cabo, llegado a ciertos niveles, no es raro que un estudioso como Eco tienda a hacer un empleo cada vez más instrumental de sus lecturas. No es raro, tampoco, que, conforme el tiempo pasa, la relación entre lectura y escritura termine por invertirse, supeditándose la primera a la segunda, a veces hasta sucumbir casi. Pero ocurre, además, y con sorprendente frecuencia, que haya personas que no sólo escriben, sino que además quieren dedicarse a escribir -es decir, ser escritores- sin apenas leer, o con muy escasa afición a la lectura. Con ellas se cumple literalmente lo que Umberto Eco suelta a modo de boutade: “Yo no leo, yo escribo”.
El caso ha sido siempre más o menos habitual entre adolescentes y muy jóvenes, en los que es fácil reconocer el impulso de escribir -de inventarse- desligado de toda pasión por la lectura. Pero la "nueva era alfabética" (Eco dixit) que ha florecido con Internet parece estar alentando semejante impulso en capas mucho más amplias.
No, quizá no sea tan verdad aquello que decía Jaime Gil de Biedma cuando le preguntaban por qué había dejado de escribir: “Al fin y al cabo -respondía-, lo normal es leer.”
Puede que fuera lo normal hace apenas dos o tres décadas. En la actualidad, sin embargo, se diría más bien que lo normal es escribir, habiéndose dispuesto para ello nuevos y amplísimos cauces. Por supuesto que todo aquel que escribe también lee; pero ya no se cumple regularmente el presupuesto conforme el cual la vocación de escribir deriva, por lo común, de una afición previa a leer.
Cabe hablar del surgimiento masivo, y más o menos reciente, de una nueva especie de escritor que lee principalmente por reciprocidad, en la medida en que sus lectores son asimismo escritores. Parece chocante pero no lo es tanto si se piensa en el funcionamiento de los blogs y de las redes sociales.
Observa Eco que si “alguna vez pensamos que habíamos entrado en la civilización de las imágenes, el ordenador nos ha vuelto introducir en la Galaxia Gutenberg y todos se ven de nuevo obligados a leer”. Pero, tanto como a leer -y repito aquí una idea que ya expresé en otro lugar, y a otro propósito-, Internet y la nueva galaxia digital obligan a escribir, y del hábito de hacerlo se desprende el placer de hacerlo, que deriva fácilmente en compulsión a hacerlo; placer y compulsión ligados, por lo demás, a los que procura el ser leído, experiencia esta última que antaño, con la escritura epistolar, se limitaba a un número muy restringido de interlocutores, pero que internet permite que se multiplique, potenciando la labilidad entre escritura privada y escritura pública, y propiciando de este modo la fantasía de instituirse uno mismo en escritor.
La descripción de este mecanismo -susceptible, por supuesto, de infinitas variantes y gradaciones- permite imaginar esa figura no tan improbable del escritor que no lee sino que escribe (restringiendo ahora la acepción de leer a su sentido más convencional o, si se quiere, culto).
No es extraño que, en este contexto, gocen de particular bonanza las fórmulas metaliterarias y lo que cabe entender por “épica del escritor”. Hace ya mucho -pero nunca como ahora- que la literatura contemporánea se ha poblado de escritura ensimismada o futuroide, de héroes que son ellos mismos escritores y para los cuales las vicisitudes de la propia escritura -mucho antes que la lectura- constituye el horizonte de toda aventura posible.
La invención de la imprenta, hace más de cinco siglos, impulsó un proceso de democratización de la lectura que conformó la llamada Galaxia Gutenberg, en la que libros y escritores aglutinaban comunidades más o menos numerosas de lectores. Puede que Internet esté alterando radicalmente esa ya vieja proporción entre lectores y escritores. Que entre las transformaciones más profundas a que está dando lugar se cuente la de democratizar la escritura hasta el extremo de que empieza a vislumbrarse una archirrepleta república de autores más o menos virtuales que escriben más que leen. Es decir que no leen, -para qué-, sino que escriben.
“Mire usted, es que yo no leo, yo escribo”.
Y de este modo consigue que todos se callen.
Lo cuenta en su entretenidísima conversación con Jean-Claude Carrière, publicada hace poco bajo el disuasorio título Nadie acabará con los libros (Lumen, 2010).
La frase de Eco es una boutade, sin duda, pero como toda boutade concede un cierto margen a la verosimilitud. Al fin y al cabo, llegado a ciertos niveles, no es raro que un estudioso como Eco tienda a hacer un empleo cada vez más instrumental de sus lecturas. No es raro, tampoco, que, conforme el tiempo pasa, la relación entre lectura y escritura termine por invertirse, supeditándose la primera a la segunda, a veces hasta sucumbir casi. Pero ocurre, además, y con sorprendente frecuencia, que haya personas que no sólo escriben, sino que además quieren dedicarse a escribir -es decir, ser escritores- sin apenas leer, o con muy escasa afición a la lectura. Con ellas se cumple literalmente lo que Umberto Eco suelta a modo de boutade: “Yo no leo, yo escribo”.
El caso ha sido siempre más o menos habitual entre adolescentes y muy jóvenes, en los que es fácil reconocer el impulso de escribir -de inventarse- desligado de toda pasión por la lectura. Pero la "nueva era alfabética" (Eco dixit) que ha florecido con Internet parece estar alentando semejante impulso en capas mucho más amplias.
No, quizá no sea tan verdad aquello que decía Jaime Gil de Biedma cuando le preguntaban por qué había dejado de escribir: “Al fin y al cabo -respondía-, lo normal es leer.”
Puede que fuera lo normal hace apenas dos o tres décadas. En la actualidad, sin embargo, se diría más bien que lo normal es escribir, habiéndose dispuesto para ello nuevos y amplísimos cauces. Por supuesto que todo aquel que escribe también lee; pero ya no se cumple regularmente el presupuesto conforme el cual la vocación de escribir deriva, por lo común, de una afición previa a leer.
Cabe hablar del surgimiento masivo, y más o menos reciente, de una nueva especie de escritor que lee principalmente por reciprocidad, en la medida en que sus lectores son asimismo escritores. Parece chocante pero no lo es tanto si se piensa en el funcionamiento de los blogs y de las redes sociales.
Observa Eco que si “alguna vez pensamos que habíamos entrado en la civilización de las imágenes, el ordenador nos ha vuelto introducir en la Galaxia Gutenberg y todos se ven de nuevo obligados a leer”. Pero, tanto como a leer -y repito aquí una idea que ya expresé en otro lugar, y a otro propósito-, Internet y la nueva galaxia digital obligan a escribir, y del hábito de hacerlo se desprende el placer de hacerlo, que deriva fácilmente en compulsión a hacerlo; placer y compulsión ligados, por lo demás, a los que procura el ser leído, experiencia esta última que antaño, con la escritura epistolar, se limitaba a un número muy restringido de interlocutores, pero que internet permite que se multiplique, potenciando la labilidad entre escritura privada y escritura pública, y propiciando de este modo la fantasía de instituirse uno mismo en escritor.
La descripción de este mecanismo -susceptible, por supuesto, de infinitas variantes y gradaciones- permite imaginar esa figura no tan improbable del escritor que no lee sino que escribe (restringiendo ahora la acepción de leer a su sentido más convencional o, si se quiere, culto).
No es extraño que, en este contexto, gocen de particular bonanza las fórmulas metaliterarias y lo que cabe entender por “épica del escritor”. Hace ya mucho -pero nunca como ahora- que la literatura contemporánea se ha poblado de escritura ensimismada o futuroide, de héroes que son ellos mismos escritores y para los cuales las vicisitudes de la propia escritura -mucho antes que la lectura- constituye el horizonte de toda aventura posible.
La invención de la imprenta, hace más de cinco siglos, impulsó un proceso de democratización de la lectura que conformó la llamada Galaxia Gutenberg, en la que libros y escritores aglutinaban comunidades más o menos numerosas de lectores. Puede que Internet esté alterando radicalmente esa ya vieja proporción entre lectores y escritores. Que entre las transformaciones más profundas a que está dando lugar se cuente la de democratizar la escritura hasta el extremo de que empieza a vislumbrarse una archirrepleta república de autores más o menos virtuales que escriben más que leen. Es decir que no leen, -para qué-, sino que escriben.
Ignacio Echevarría
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