Escribe por las noches en cuadernos cuadriculados que confecciona él mismo, preferentemente con lápiz (odia los bolígrafos).
“ABELARDO CASTILLO”
Era 1966 y Alfredo Alcón ensayaba su personaje de Edgar Allan Poe para la interpretación de Israfel, la obra de Abelardo Castillo sobre la vida del autor de "Los crímenes de la calle Morgue", en el Teatro San Martín. En pleno delirium tremens, Poe (Alcón), debía hacer rodar una moneda por el escenario luego de recitar un parlamento sobre las ratas. Pero, en lugar de echarla a rodar, hizo como si la arrojara al público. Ese gesto fuera de libreto tuvo un efecto "místico" sobre Castillo, quien, sentado en el fondo de la sala, sintió que esa moneda imaginaria surcaba el aire y lo golpeaba la frente. De inmediato, decidió incluir esa acción en la pieza.
"Alfredo casi se muere. No podía entenderlo. Pero después, cuando se estrenó la obra con ese gesto incorporado, a las mujeres se les caía la cartera del regazo y había tipos que se iban para atrás. ¡Y no tiraba nada! ¡No había ninguna moneda! Lo interesante es que eso no era lo que escribí yo sino lo que inventó Alfredo", cuenta Castillo acerca del efecto benéfico de ciertas "erratas" que surgen durante el proceso de creación de un texto literario.
El autor de El que tiene sed escribe por las noches en cuadernos cuadriculados que confecciona él mismo, preferentemente con lápiz (odia los bolígrafos), sobre su escritorio y rodeado de cientos de libros. Sólo cuando el texto está avanzado, lo pasa a la computadora. "Mi realidad entera sucede a la noche. Y no me refiero a la hora. Para mí, la noche puede ser artificial. La ventana de mi escritorio está siempre cerrada y yo escribo con luz de lámpara, aunque sean las dos de la tarde", dice.
A pesar de haber dedicado su vida a la literatura, Castillo nunca se pensó a sí mismo como un escritor profesional. "Creo que la palabra profesión está prohibida en algunas disciplinas. Van Gogh no era un buen profesional, era un buen pintor, pero era lo menos profesional del mundo."
Es capaz de escribir durante horas, "incluso días", aunque luego deba "tirar a la basura" buena parte de lo producido. "He llegado a escribir dieciocho horas seguidas. Tengo tendencia a escribir de un tirón, por lo menos hasta el lugar donde sé que se ha resuelto el problema literario. Eso puede llevarme un día, diez horas o lo que fuere. El otro Judas, por ejemplo, lo escribí en una noche, después de haberlo pensado durante más de un año."
Entre sus secretos menos conocidos a la hora de encarar el oficio, se cuenta un extraño rechazo por la letra "a". "Siento aversión por esa letra, que es la letra de mi nombre. Es muy difícil que encuentres un texto mío que empiece con una ´a´, o una ´A´ mayúscula luego de un punto. Soy capaz de dar vueltas buscando una solución verbal a un párrafo que empieza con esa letra", dijo.
El hombre que soñó con ser un poeta maldito y brillante, morir joven y dejar una obra genial detrás de sí asegura que escogió la prosa a los 22 años, luego de haber destinado al fuego más mil poemas, tras descubrir que no sería el poeta que quería ser. "Cuando escribo poesía, me importa un comino el lector -dice-. Pero cuando escribo prosa, se me impone la necesidad de comunicar algo. No te olvides de que yo soy cuentista y autor dramático y que, por lo tanto, debo apegarme a un plan. El cuentista en serio (no el escritor que escribe cuentos) conoce de antemano lo que va a ocurrir y, cuando escribe, es como si lo estuviera dictando."
12/06/2010
Fuente:
Diario “La Nación” Suplemento ADN Cultura
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