sábado, 27 de junio de 2009

Notas sobre la Poesía Peruana de los ‘80 por Sandro Chiri.

Oleo de Geovanni Cruz (Artista peruano).

Notas sobre la Poesía Peruana de los ‘80

Por Sandro Chiri

Con motivo de la reciente presentación en Lima de tres libros de poetas peruanos surgidos aquella década –Dorada Apocalypsis de Domingo de Ramos, Humo de incendios lejanos de Eduardo Chirinos y la segunda edición de Labranda de Roger Santivánez- Sandro Chiri, también poeta de esta generación y profesor en Temple University (USA) nos entrega este artículo.

"Donde acaba la tranquilidad, comienza el arte".
César Moro


En 1965, entre alucinado y didáctico, Mario Vargas Llosa en una original conferencia dada en el Ateneo de Arequipa, tentaba una suerte de diferencia entre los poetas y los novelistas. Para él, los primeros eran capaces de inmolarse frente a las grandes batallas que les ofrece la vida, capaces de entregar sus frágiles existencias por una causa que considerasen éticamente justa y bella. En cambio, para el joven expositor de entonces, los novelistas son una suerte de aves de rapiña que esperan que la batalla culmine para alimentarse de los residuos y la carroña. Los primeros combaten, los segundos observan desde lejos. Mientras a los novelistas los percibe como unos insaciables buitres que picotean ferozmente en las entrañas de una sociedad putrefacta y enferma; los poetas, en cambio, están infectados de amor, locura y muerte como consecuencia de transitar por una sociedad que los incomprende, desprecia y margina. Esta percepción sobre los poetas, en particular, y sobre los artistas, en general, ya había sido expuesta y sintetizada en el siglo XIX por Baudelaire en su conmovedor poema “El Albatros” cuyo último cuarteto cito un poco al azar:

El Poeta es igual a este señor del nublo,
Que habita la tormenta y ríe del ballestero.
Exiliado en la tierra, sufriendo el griterío,
Sus alas de gigante le impiden caminar.

Es entonces, desde muy antiguo, pensar y sostener que el artista es un ser marginal y marginado, rebelde por naturaleza, reacio a las convenciones sociales en tanto que no le son muy afines ni simpáticas. Basta, sino, recordar “El rey burgués” de Rubén Darío para acercarnos a esta idea. Pero es el artista, en la tradición de Occidente, sobre todo el poeta, quien mejor aprehende el permanente malestar social en que vive, para quizás, luego, expresarlo en tono íntimo, en algún conmovedor aullido o con el espantoso silencio tan parecido a la muerte.

Valga esta breve introducción para acercarnos al Perú y a la poesía peruana de los años ochenta del siglo XX. El Perú de los años 80 no escapa al retrato dantesco que ya vislumbraba Vargas Llosa en la conferencia aludida. Después de 12 años de gobierno militar, 1968-1980, se recuperaba la democracia formal y representativa, pero a la vez, movimientos insurgentes inician una prolongada lucha armada contra el poder formal.

La sensación que tenía el poblador peruano de aquel tiempo sobre su contexto se asocia a la que se puede tener de un país que vive entre lúgubres escombros mientras es bombardeado por la más profunda crisis social, política y económica que todas las instancias de la nación soportaban y respondían de diversas maneras. No es gratuito, entonces, que la representación artística de aquellos años encuentre en las formas expresionistas su canal natural de emisión, sea en el rock callejero de Eructo Maldonado, la colorida y chillona pintura de Enrique Polanco, las conmovedoras y bellas fotografías de Herman Scharwz, en los grupos de ‘chicha’ urbana de El Agustino, en las páginas del suplemento El Caballo Rojo o en la poesía del Movimiento Kloaka, cuya vida transcurrió esencialmente entre 1982 y 1984, aunque su espíritu iconoclasta haya perdurado un tiempo después. El Movimiento Kloaka tamizó, intensificó, depuró y, finalmente, desbordó los postulados estético-líricos de sus antecesores, fundamentalmente del Movimiento “Hora Zero”, de los años 70.

La liberación de los sentidos, el amor libre, la experimentación formal extrema, el neo-coloquialismo urbano-marginal, la permanente idea de revuelta cultural y la transformación utópica de la sociedad serían acaso sus postulados básicos. Alguien quizás diga que el Movimiento Kloaka fue una mezcla de hippismo, anarquía, liberación y exacerbación de los sentidos, socialismo utópico en desfase; y tal vez no esté muy lejos de la razón, pero a la luz de los años y percibiendo el Perú de aquel tiempo como un Estado acorralado por hechos tremendistas y apocalípticos, nos haga pensar que aquellos postulados eran como una solitaria flor en medio de un pantano.

La violencia copó todos los espacios, acciones y discursos. Son los años en que miles de peruanos abandonan la patria en busca de mejores horizontes. Da la sensación de que no hay salidas posibles. El centro de la ciudad ha quedado a su suerte. La lumpenería en su faceta delincuencial arremete con la mayor impunidad. La palabra seguridad no existe. El Estado opta por el toque de queda. Los ciudadanos ponen rejas a sus puertas y ventanas. Los movimientos insurgentes raptan gente con poder económico para cobrar cupos o hacen explotar carros bombas en cualquier punto de la ciudad. La vida no vale nada. Todo es zozobra y desesperación.

Este rápido recuento me sirve para contextualizar la poesía peruana de los años 80, sin olvidar, por cierto, que es la poesía el último reducto en que se representa simbólicamente una nación.

Particularmente percibo el desarrollo de la poesía peruana de la década de los 80 en tres grandes líneas; la más visible tal vez sea la relacionada al discurso la de las poetas mujeres que irrumpen de una manera palmaria, amén de su talento implícito, en el parnaso peruano. Libros como Noches de Adrenalina de Carmen Ollé (1980), Memorias de Electra de Mariela Dreyfus (1984), Ese oficio no me gusta de Roció Silva Santisteban (1987) o Un cuchillo esperándome de Patricia Alba (1988) son la muestra evidente de lo que González Vigil ha denominado “un florecimiento extraordinario y […] memorable de mujeres […] con talento poético” (1) como nunca en la literatura peruana. Se trata de una poesía que prioriza los tópicos de las desinhibiciones y las culpas morales, la liberación de los sentidos y la exploración de los temas del cuerpo femenino como esencia del goce erótico. Todas ellas hicieron suyo estos versos de la poeta suicida María Emilia Cornejo como bandera estético-vital:

soy
la muchacha mala de la historia,
la que fornicó con tres hombres
y le sacó cuernos a su marido.

soy la mujer
que lo engañó cotidianamente
por un miserable plato de lentejas,
la que le quitó lentamente su ropaje de bondad
hasta convertirlo en una piedra
negra y estéril,
soy la mujer que lo castró

con infinitos gestos de ternura
y gemidos falsos en la cama.

soy
la muchacha mala de la historia.

Ahora bien. En una segunda instancia ubicamos un discurso respetuoso de la tradición formal, más allá de los pequeños riesgos experimentales que asume. Eduardo Chirinos es tal vez su voz más clara al lado de Rosella Di Paolo, Giovanna Pollarollo, Alonso Ruiz Rosas y Oswaldo Chanove. Aunque cercano al Movimiento Kloaka, debemos incluir en este grupo –por el producto lírico que entrega– el nombre de José Antonio Mazzotti. En ellos existe un marcado afán por reciclar la lírica peruana de los años 60 y actualizarla, sin perder de vista los aportes de la matriz, es decir la tradición anglosajona.

La tercera línea de desarrollo es la de claro matiz popular. Es la que mejor capta la atmósfera enrarecida en que vive el Perú de aquellos turbulentos años, la que se contamina y deliberadamente contamina su discurso para asir alguna que otra esquirla de ese enorme edificio que se desmoronaba a pedazos. No perdamos de vista que para la historia latinoamericana, la década del 80, fue el marco cronológico en que se desarrolló la denominada “guerra interna” en el Perú. Se enfrentaban violentamente dos tipos de discurso que se devoraban entre sí: el oficial del Estado frente al radical de los grupos alzados en armas. En ese contexto, la insurgente y joven poesía peruana mantuvo también los decibeles altos en su verbalización, irrumpiendo de esta manera con el propósito de pulverizar el lenguaje coloquial imperante en nuestra tradición. La poesía de Domingo de Ramos (Ica, 1960) se constituye entonces como una voz singularmente radical en medio de la barbarización de la sociedad peruana de los 80. Ramos fue miembro fundador del Movimiento Kloaka que de alguna manera lideró el poeta Róger Santiváñez y que integraron, además, Mariela Dreyfus, Guillermo Gutiérrez, Mary Soto, José Alberto Velarde, Edián Novoa, Julio Heredia, Lelis Rebolledo, el pintor Enrique Polanco y sus aliados Dalmacia Ruiz Rosas, Bruno Mendizábal y José A. Mazzotti. Lo curioso, a mi entender, que poetas provincianos de aquellos años como Pedro Escribano, Jorge Luis Roncal o Dante Leca no se hayan adherido a este movimiento de inocultable entraña inconformista.

* *

NOTAS

(1) Ver: RGV “Aportes femeninos a la literatura peruana” Dominical. Lima: 6 de marzo de 1994, p. 23.

Tomado de:
http://letras.s5.com/

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