Poeta: Julio Carmona.
Poeta: Rosina Valcárcel.
Lima - Piura 13 julio de 2010.
Poeta: Rosina Valcárcel.
Un diálogo a la distancia entre Rosina Valcárcel y Julio Carmona, trata sobre la vida, la amistad y el amor.
“PLÁTICA CON ROSINA VALCÁRCEL”
De niños soñábamos tener una patria llena de amigas y amigos. Hoy, bajo la frialdad absoluta de Lima, evoco a un escritor de los años ’70, cuando primaban el fuego, la esperanza y algunos dogmatismos políticos. Nos tocó compartir el primer premio de poesía José María Arguedas (APJP 1974). Ambos colaboramos con Redacción Popular, revista democrática a cargo de Raúl Isman, agudo hermano argentino (desde el 2006). Hago un viaje imaginario. Nos abrazamos como dos sobrevivientes, ya sin ocultar nuestro aprecio amical fortalecido durante los últimos diez años. Julio, el de los ojos obsidiana, la sonrisa franca y las manos cálidas me recibe en Piura (la tierra de mi madre), me invita un vaso de chicha y unos tamalitos verdes. Platico con él. Julio es parte de mis referentes afectivos tanto por su identificación con los pueblos, su rebeldía, espíritu solidario, como por su ritmo, ingenio singular, lealtad y ternura constante por la humanidad.
Rosina Valcárcel
INFANCIA
"Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla", decía don Antonio Machado. Yo también puedo expresar lo mismo, pero cambiando Sevilla por Chiclayo (que es como –según expresión de Eleodoro Vargas Vicuña– comparar un desnudo griego con un cholo calato). Pero son recuerdos, pues. Y, en efecto, la infancia es la etapa más feliz de la vida. Ahora que yo era un jodido (desde chiquito: “genio y figura”), eso sí debo reconocerlo; especialmente en las comidas. No me gustaba la sopa con verduras, éstas eran “disparates” para mí. Que la carne está dura o está gorda o que esa menestra no me gusta (sin haberla probado). Ya, hijito, entonces te hago un huevito frito –mamá. Así cualquiera, pues. Infancia feliz. Ahora te diré que eso me sirvió para dejar de comer grasas y carnes rojas, es decir me auto-obligué a “comer sano”; resultado: cuerpo sano y mente sana: mismo griego. Y, bueno, los amores infantiles: tal vez los más apabullantes, por las sensaciones misteriosas que traían aparejadas. Además, obligado a enamorarme de la maestra (no defraudé a Freud). La rememoro en la nebulosa de la nostalgia: una belleza (un tanto difuminada, pero belleza al fin). Y luego que me deshago de esa visión, me digo: ahora debe ser una ancianita (o tal vez ha muerto), si yo mismo estoy jugando entre esas dos opciones. ¿Te imaginas? Pero todo paraíso tiene su final. Y hay que enfrentarse a la vida brava. La maestra vida, camará. Y cuando uno ha sido buen alumno continúa aprendiendo en ella, para bien. Más aún si ya desde entonces iba creciendo el bichito de la creatividad. Todo eso mirado en retrospectiva es genial. Por eso, gracias, Rosi, por esta plática, resucitadora de ese mundo refundido en los meandros de la memoria.
RELACIÓN CON LA MADRE
Algo que me viene a la memoria, en relación con mi madre, es que en 1956 la acompañé a votar para las presidenciales, pues en esa oportunidad se concedió el voto a las mujeres. Era el fin de la dictadura de Odría. Mamá creo que votó por Manuel Prado. Ella no sabía nada de política. Pero siempre la escuchaba decir que para ella el mejor presidente había sido Leguía. Era evidente que lo decía influida por comentarios de mi abuelo quien era un tanto conservador. Imposible que él hubiera sido socialista si hasta medio potentado era. Pero toda su fortuna se hizo humo. Y el destino lo reivindicó con un nieto comunista. Yo no conocí al abuelo. Pero vi muchas fotos suyas: de grandes bigotes a la usanza de la época. Era aficionado a la fotografía. Y hasta medio inventor era, o como le llamaban entonces "curioso". Importaba artefactos un tanto raros. Hasta muy avanzada mi juventud se conservaba en casa uno de esos que le había servido para curar -decía mi madre- casos de locura. Se trataba de un pequeño aparato para aplicar electroshock. Él mismo era medio loco. Ninguno de sus hijos salió como él. Aunque todos fueron buenas personas (lo digo por referencias de mi madre). De todos -algo así como cinco- conocí al mayor. Él y mi madre sobrevivieron a los otros. Mi tío dejó muchos hijos, en varias “esposas”. Era un don Juan (precisamente, se llamaba Juan, Juan Carmona). Había otro, Moisés, que murió joven, y dibujaba y escribía poemas (llegué a ver algunos de sus dibujos y un poema suyo publicado en un diario de Chiclayo, pero nada de ello se conserva). Seguro por ahí me viene lo del dibujo, la escultura y la literatura. Pero quien influyó decisivamente en mi inclinación por la poesía fue mi madre. De profesión ama de casa, realizaba todas sus tareas domésticas cantando tristes, valses, yaravíes (tenía un cuaderno lleno de ellos: por allí creo que lo tengo entreverado entre tanta papelería en el "cuarto de los Buendía"). Hubiera sido imposible que ese repertorio de letras populares no influyera en mi espíritu. Por eso adopté el apellido de ella para firmar mis trabajos poéticos. Habría sido injusto firmarlos con mi apellido paterno (Fernández), pues de mi padre no recuerdo que hubiera hablado de poesía. Y, en todo caso habría dicho: "Podrá no haber poetas / pero siempre habrá policía". Lo vi muy poco en casa. Por razones de trabajo (y de otra familia) no estaba en Chiclayo. Después, definitivamente dejó de venir a nuestra casa. Y no lo volví a ver más. O cuando ocurrió llegué a percibir que yo no le inspiraba mucho afecto. Peor para él. Es justo, pues, que, si de algo sirve mi trabajo creador, vaya acompañado con el apellido de mi madre. Justo homenaje a una gran mujer.
DE BARRIOS Y PALOMILLADAS
Esa es una de mis falencias: no tuve un barrio estable y duradero. Cuando ya estaba haciendo amigos y agarrando ambiente, mamá nos decía (a mi hermana y a mí): "Llegó la hora de partir". Los primeros años de mi niñez transcurrieron en Chiclayo en una casa enorme, herencia de mi abuelo (y en la que lo mataron para robarle, pero éste es otro cuento). Qué digo, allí habré estado hasta los nueve años. Luego fuimos a vivir a Lima (allí fue cuando acompañé a mi madre a votar): la estadía en Lima duró unos tres años. Luego regresamos a Ferreñafe, al campo. En mi caso ocurrió lo contrario de la guerra popular, pues fui de la ciudad al campo. Fue la etapa bucólica de mi vida: entre pájaros y árboles. Mis amigos eran los hijos de los campesinos. Y estudié primaria hasta los quince años. Luego fui a Chiclayo a estudiar secundaria en el Colegio San José, y como fui becado al terminar primaria, allí pasé cinco años en el internado: otra experiencia maravillosa, etapa en la que hice algunos amigos, pero que después cuando terminan los estudios ya no se vuelven a ver más. Para entonces mi hermana se portó como un padre (única hermana, por eso digo: soy huérfano de hermana y madre). Ella era mayor que yo por dos años. Viajó a Lima con mi madre, y empezó a trabajar. Me ayudó hasta que acabé la secundaria. Y en cada período de vacaciones del colegio iba a Lima. Pero, en ese plan, nunca hice collera. Y, más bien, desde secundaria forjé amistad con personas mayores que yo (algún profesor: el poeta Alfredo José Delgado Bravo, por ejemplo: grandes reuniones “etilíricas”). Luego, al terminar secundaria, fui a Lima a reunirme con mi madre y hermana. Allí creció mi grupo de amigos mayores: Óscar Allaín, Manuel Acosta, la gente del Grupo Primero de Mayo (Víctor Mazzi, Jorge Bacacorzo, Eduardo Ibarra, Néstor Espinoza, Rosa del Carpio, Gladys Basagoitia... y tantos otros). Esta fue una etapa de bohemia, pero fecunda. En secundaria había escrito tres poemarios: uno que titulé "Enjambre" (recopilación de mis primeros poemas, que por ahí anda buscándome entre la papelería de aquel "cuarto de los Buendía"), los otros: "La crecida del alba" y "Raíz del vuelo" un tanto más orgánicos, pero también inéditos y escondidos (igual los aprecio). En Lima preparé mi primer poemario "oficial", digamos, el que me inicia incluso con el apellido de mi madre: MAR REVUELTA (1970), luego vino A NIVEL DE LA ARCILLA en 1972 (con prólogo de Víctor Mazzi, para entonces ya era miembro del GIPM, en este libro hay un poema a mi tío Juan Carmona).
CINE, DIRECTORES, PELÍCULAS
Con ese recorrido de mi infancia trashumante, juventud en el campo y en el internado, mi relación con el cine en esa época es casi nula, muy esporádica, o sólo para ver mexicanadas. Ya en San Marcos la cosa cambió. Pero nunca me he considerado un cinéfilo. Me gusta el cine. Sé apreciarlo. Mas no le pongo énfasis en aprenderme el nombre de los directores ni de los actores o actrices, salvo los que marcan. Por ejemplo, hubo una época (y de esto debe acordarse Manuel Pásara), en que no nos perdíamos ninguna película de Lina Weismuller (una buena directora, aunque un tanto relegada). “Pascualino siete bellezas”, por ejemplo. Quien debe acordarse con más detalles debe ser Manuel. Y bueno, las clásicas: 900, La clase obrera va al paraíso, Nos habíamos amado tanto, El acorazado Potemkin, una sobre Goya (coproducción checo-española): muy buena, la fuimos a ver con Pancho Izquierdo y Ana María Mur: grandes amigos. Y, bueno, así por el estilo.
DIBUJO, PINTURA Y ESCULTURA
Desde niño me apasionó el dibujo. Aprendí a dibujar calcando los dibujos de los “Chistes” (historietas). Lo hacía con una insistencia propia de los predestinados. Por eso cuando postulé a Bellas Artes, ingresé con el primer puesto en dibujo. Y me metí a escultura porque también desde la infancia (en el campo) había manoseado el barro tratando de hacer figuras, las que sin técnica terminaban en mera frustración. Pero también lo hice porque en esa época (1969, año en que también ingresé a San Marcos) en la Escuela daban todos los materiales para escultura: arcilla, fierro para las estructuras, yute y yeso para los moldes y vaciados, además las estecas y demás herramientas se las fabricaba uno mismo. Mientras que en pintura se tenía que comprar: bastidores, telas, óleos, pinceles, todo, y era carísimo. Y por entonces yo era recontrapobre, al extremo que debí abandonar la Escuela, porque –ese era su lado limitante– se tenía que asistir mañana, tarde y noche: taller de escultura, clases teóricas y taller de dibujo, respectivamente. No existía ningún resquicio para poder trabajar y estudiar. Así que dejé la Escuela. Y me quedé en San Marcos, a donde –como dije– ingresé el mismo año (1969), y ahí sí se podía trabajar de día y estudiar de noche. Una muestra de mi trabajo como escultor se encuentra en el patio de Letras de San Marcos: el rostro de Mariátegui emergiendo de una montaña; también el retrato de Luis de La Puente Uceda emergiendo de la pared del patio de Derecho, en cuya entrada erigimos una estatua del Che (trabajado al “alimón” con el escultor, de mi promoción en Bellas Artes, Aníbal Agüero: él sí concluyó los estudios de escultura), estatua con la que la policía se ensañó atentando contra ella en varias oportunidades hasta que, finalmente, la derribaron… ¡mas, no podrán matarlo! Y hasta ahora sigo dibujando y esculpiendo, no con la misma asiduidad primigenia, pero con mucho agrado.
MÚSICA, GÉNEROS, AUTORES
También quise ser músico. Mi hermana me regaló una guitarra, que hasta ahora conservo como adorno en el “cuarto de los Buendía”, y de la que hablo en mi poema a Javier Heraud: “… te siento en mi guitarra / siento que me impones su silencio / desgarrado, y una ganas enormes de seguirte…”. Pero la música no quiso saber nada conmigo. A pesar de que en mi época de bohemia (contagiado por la dinámica fertilidad de Manuel Acosta Ojeda) llegué a componer algunos valses, huaynos y mulisas, que tengo por ahí grabados en casettes y en algún disco de esos de 33 y 45 revoluciones. La música popular es mi fuerte (pero no la pop ni la chicha). Con una buena salsa me vuelvo trompo. Pero cuando el vendaval amaina recurro a mis clásicos: Beethoven, Chopin, Brahms, Liszt, el mismo Wagner, Tchaikovsky… sí, la música es lo máximo (junto con la poesía), lo demás es silencio…
SAN MARCOS Y SU INFLUENCIA
San Marcos. Nuestra querida universidad San Marcos. Era todo un mundo. El país en pequeño. Cuántas cosas hubiera dejado de aprender si no hubiera estado allí. Cuánta gente valiosa (y de la otra también: de los profesores negativos también se aprende) hubiera dejado de conocer. Pero estuve y viví allí los mejores años de mi juventud. A mucha honra fui comensal de la “Muerte Lenta” e inquilino de la Vivienda (tan manoseadas y vilipendiadas hogaño). Yo estuve el día (o, mejor, la noche) en que una bomba molotov fue arrojada al cielo raso del patio de Letras y hasta hoy, creo, se ve la mancha dejada por el fuego (fue mi bautismo de fuego, pues no hacía mucho que había ingresado). Eran tiempos de fuego y pasión nunca más reeditados. Todo sanmarquino auténtico no se reconoce a sí mismo por el cartón del grado o la licenciatura, sino por la marca indeleble que lleva en el alma hasta la muerte. Es lo que hace que uno -sin saberlo y sin proponérselo- siga produciendo como aprendió a hacerlo en esas gloriosas aulas en las que no había competencia por las mejores notas sino emulación para ser cada vez mejor.
PROFESORES Y MAESTROS
No quisiera hacer mención de maestros específicos, porque puedo olvidarme de alguno valioso, e incurriría en injusticia involuntaria. Creo que de todos los maestros se aprende algo (especialmente en San Marcos de esa época: los maravillosos años setenta). Pero sí puedo mencionar a tres –emblemáticos, sin duda–, ya fallecidos: Washington Delgado, Paco Carrillo y Antonio Cornejo Polar. Tres fuera de serie. Recuerdo siempre que un semestre me matriculé en un curso de Literatura Española, con el tema específico del romanticismo. Cuando llegué al aula asignada (una de las pequeñas que había en Letras) ya estaba allí, esperando parado en la puerta, Washington Delgado, con la mirada perdida a lo largo del pasadizo, con su parsimonia proverbial. Luego del saludo de rigor ingresamos al aula. Yo era el único alumno (ninguno más de los -seguramente- inscritos se hizo presente). Y esto fue así durante todo el ciclo. Pero Washington no dejó de dictar su clase con este único y solitario alumno. Me vi obligado a ser puntual. Yo que también abandonaba la mayoría de cursos para recursearme la sobrevivencia. En esa oportunidad personifiqué a la puntualidad. Fue, además, un privilegio. Yo lo escuchaba con suma atención. Y en un determinado momento lo escucho hablar de un romántico alemán que él llamó Van Kla (o algo así). Guarda, dije yo. Que nombrecito para raro. Entonces lo interrumpí. Cómo se escribe el nombre del autor que acaba de mencionar… Federico Von Kleist, escribió en la pizarra. Sorpresas te da la vida, camará (de ese autor tenía referencias porque ya había leído La lucha con el demonio, de Stefan Zweig).
AMISTADES
RV: Sabemos que conociste a Pancho Izquierdo, a Juan Cristóbal, Ana María Mur, Manuel Pásara. En qué circunstancia ocurrió, qué valoraste (y valoras) de cada uno. Bruno Portugués, Fanny Palacios, Raúl Isman, Analissa Melandri, Cristina Castello ¿qué representan?
Rosina Valcárcel
INFANCIA
"Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla", decía don Antonio Machado. Yo también puedo expresar lo mismo, pero cambiando Sevilla por Chiclayo (que es como –según expresión de Eleodoro Vargas Vicuña– comparar un desnudo griego con un cholo calato). Pero son recuerdos, pues. Y, en efecto, la infancia es la etapa más feliz de la vida. Ahora que yo era un jodido (desde chiquito: “genio y figura”), eso sí debo reconocerlo; especialmente en las comidas. No me gustaba la sopa con verduras, éstas eran “disparates” para mí. Que la carne está dura o está gorda o que esa menestra no me gusta (sin haberla probado). Ya, hijito, entonces te hago un huevito frito –mamá. Así cualquiera, pues. Infancia feliz. Ahora te diré que eso me sirvió para dejar de comer grasas y carnes rojas, es decir me auto-obligué a “comer sano”; resultado: cuerpo sano y mente sana: mismo griego. Y, bueno, los amores infantiles: tal vez los más apabullantes, por las sensaciones misteriosas que traían aparejadas. Además, obligado a enamorarme de la maestra (no defraudé a Freud). La rememoro en la nebulosa de la nostalgia: una belleza (un tanto difuminada, pero belleza al fin). Y luego que me deshago de esa visión, me digo: ahora debe ser una ancianita (o tal vez ha muerto), si yo mismo estoy jugando entre esas dos opciones. ¿Te imaginas? Pero todo paraíso tiene su final. Y hay que enfrentarse a la vida brava. La maestra vida, camará. Y cuando uno ha sido buen alumno continúa aprendiendo en ella, para bien. Más aún si ya desde entonces iba creciendo el bichito de la creatividad. Todo eso mirado en retrospectiva es genial. Por eso, gracias, Rosi, por esta plática, resucitadora de ese mundo refundido en los meandros de la memoria.
RELACIÓN CON LA MADRE
Algo que me viene a la memoria, en relación con mi madre, es que en 1956 la acompañé a votar para las presidenciales, pues en esa oportunidad se concedió el voto a las mujeres. Era el fin de la dictadura de Odría. Mamá creo que votó por Manuel Prado. Ella no sabía nada de política. Pero siempre la escuchaba decir que para ella el mejor presidente había sido Leguía. Era evidente que lo decía influida por comentarios de mi abuelo quien era un tanto conservador. Imposible que él hubiera sido socialista si hasta medio potentado era. Pero toda su fortuna se hizo humo. Y el destino lo reivindicó con un nieto comunista. Yo no conocí al abuelo. Pero vi muchas fotos suyas: de grandes bigotes a la usanza de la época. Era aficionado a la fotografía. Y hasta medio inventor era, o como le llamaban entonces "curioso". Importaba artefactos un tanto raros. Hasta muy avanzada mi juventud se conservaba en casa uno de esos que le había servido para curar -decía mi madre- casos de locura. Se trataba de un pequeño aparato para aplicar electroshock. Él mismo era medio loco. Ninguno de sus hijos salió como él. Aunque todos fueron buenas personas (lo digo por referencias de mi madre). De todos -algo así como cinco- conocí al mayor. Él y mi madre sobrevivieron a los otros. Mi tío dejó muchos hijos, en varias “esposas”. Era un don Juan (precisamente, se llamaba Juan, Juan Carmona). Había otro, Moisés, que murió joven, y dibujaba y escribía poemas (llegué a ver algunos de sus dibujos y un poema suyo publicado en un diario de Chiclayo, pero nada de ello se conserva). Seguro por ahí me viene lo del dibujo, la escultura y la literatura. Pero quien influyó decisivamente en mi inclinación por la poesía fue mi madre. De profesión ama de casa, realizaba todas sus tareas domésticas cantando tristes, valses, yaravíes (tenía un cuaderno lleno de ellos: por allí creo que lo tengo entreverado entre tanta papelería en el "cuarto de los Buendía"). Hubiera sido imposible que ese repertorio de letras populares no influyera en mi espíritu. Por eso adopté el apellido de ella para firmar mis trabajos poéticos. Habría sido injusto firmarlos con mi apellido paterno (Fernández), pues de mi padre no recuerdo que hubiera hablado de poesía. Y, en todo caso habría dicho: "Podrá no haber poetas / pero siempre habrá policía". Lo vi muy poco en casa. Por razones de trabajo (y de otra familia) no estaba en Chiclayo. Después, definitivamente dejó de venir a nuestra casa. Y no lo volví a ver más. O cuando ocurrió llegué a percibir que yo no le inspiraba mucho afecto. Peor para él. Es justo, pues, que, si de algo sirve mi trabajo creador, vaya acompañado con el apellido de mi madre. Justo homenaje a una gran mujer.
DE BARRIOS Y PALOMILLADAS
Esa es una de mis falencias: no tuve un barrio estable y duradero. Cuando ya estaba haciendo amigos y agarrando ambiente, mamá nos decía (a mi hermana y a mí): "Llegó la hora de partir". Los primeros años de mi niñez transcurrieron en Chiclayo en una casa enorme, herencia de mi abuelo (y en la que lo mataron para robarle, pero éste es otro cuento). Qué digo, allí habré estado hasta los nueve años. Luego fuimos a vivir a Lima (allí fue cuando acompañé a mi madre a votar): la estadía en Lima duró unos tres años. Luego regresamos a Ferreñafe, al campo. En mi caso ocurrió lo contrario de la guerra popular, pues fui de la ciudad al campo. Fue la etapa bucólica de mi vida: entre pájaros y árboles. Mis amigos eran los hijos de los campesinos. Y estudié primaria hasta los quince años. Luego fui a Chiclayo a estudiar secundaria en el Colegio San José, y como fui becado al terminar primaria, allí pasé cinco años en el internado: otra experiencia maravillosa, etapa en la que hice algunos amigos, pero que después cuando terminan los estudios ya no se vuelven a ver más. Para entonces mi hermana se portó como un padre (única hermana, por eso digo: soy huérfano de hermana y madre). Ella era mayor que yo por dos años. Viajó a Lima con mi madre, y empezó a trabajar. Me ayudó hasta que acabé la secundaria. Y en cada período de vacaciones del colegio iba a Lima. Pero, en ese plan, nunca hice collera. Y, más bien, desde secundaria forjé amistad con personas mayores que yo (algún profesor: el poeta Alfredo José Delgado Bravo, por ejemplo: grandes reuniones “etilíricas”). Luego, al terminar secundaria, fui a Lima a reunirme con mi madre y hermana. Allí creció mi grupo de amigos mayores: Óscar Allaín, Manuel Acosta, la gente del Grupo Primero de Mayo (Víctor Mazzi, Jorge Bacacorzo, Eduardo Ibarra, Néstor Espinoza, Rosa del Carpio, Gladys Basagoitia... y tantos otros). Esta fue una etapa de bohemia, pero fecunda. En secundaria había escrito tres poemarios: uno que titulé "Enjambre" (recopilación de mis primeros poemas, que por ahí anda buscándome entre la papelería de aquel "cuarto de los Buendía"), los otros: "La crecida del alba" y "Raíz del vuelo" un tanto más orgánicos, pero también inéditos y escondidos (igual los aprecio). En Lima preparé mi primer poemario "oficial", digamos, el que me inicia incluso con el apellido de mi madre: MAR REVUELTA (1970), luego vino A NIVEL DE LA ARCILLA en 1972 (con prólogo de Víctor Mazzi, para entonces ya era miembro del GIPM, en este libro hay un poema a mi tío Juan Carmona).
CINE, DIRECTORES, PELÍCULAS
Con ese recorrido de mi infancia trashumante, juventud en el campo y en el internado, mi relación con el cine en esa época es casi nula, muy esporádica, o sólo para ver mexicanadas. Ya en San Marcos la cosa cambió. Pero nunca me he considerado un cinéfilo. Me gusta el cine. Sé apreciarlo. Mas no le pongo énfasis en aprenderme el nombre de los directores ni de los actores o actrices, salvo los que marcan. Por ejemplo, hubo una época (y de esto debe acordarse Manuel Pásara), en que no nos perdíamos ninguna película de Lina Weismuller (una buena directora, aunque un tanto relegada). “Pascualino siete bellezas”, por ejemplo. Quien debe acordarse con más detalles debe ser Manuel. Y bueno, las clásicas: 900, La clase obrera va al paraíso, Nos habíamos amado tanto, El acorazado Potemkin, una sobre Goya (coproducción checo-española): muy buena, la fuimos a ver con Pancho Izquierdo y Ana María Mur: grandes amigos. Y, bueno, así por el estilo.
DIBUJO, PINTURA Y ESCULTURA
Desde niño me apasionó el dibujo. Aprendí a dibujar calcando los dibujos de los “Chistes” (historietas). Lo hacía con una insistencia propia de los predestinados. Por eso cuando postulé a Bellas Artes, ingresé con el primer puesto en dibujo. Y me metí a escultura porque también desde la infancia (en el campo) había manoseado el barro tratando de hacer figuras, las que sin técnica terminaban en mera frustración. Pero también lo hice porque en esa época (1969, año en que también ingresé a San Marcos) en la Escuela daban todos los materiales para escultura: arcilla, fierro para las estructuras, yute y yeso para los moldes y vaciados, además las estecas y demás herramientas se las fabricaba uno mismo. Mientras que en pintura se tenía que comprar: bastidores, telas, óleos, pinceles, todo, y era carísimo. Y por entonces yo era recontrapobre, al extremo que debí abandonar la Escuela, porque –ese era su lado limitante– se tenía que asistir mañana, tarde y noche: taller de escultura, clases teóricas y taller de dibujo, respectivamente. No existía ningún resquicio para poder trabajar y estudiar. Así que dejé la Escuela. Y me quedé en San Marcos, a donde –como dije– ingresé el mismo año (1969), y ahí sí se podía trabajar de día y estudiar de noche. Una muestra de mi trabajo como escultor se encuentra en el patio de Letras de San Marcos: el rostro de Mariátegui emergiendo de una montaña; también el retrato de Luis de La Puente Uceda emergiendo de la pared del patio de Derecho, en cuya entrada erigimos una estatua del Che (trabajado al “alimón” con el escultor, de mi promoción en Bellas Artes, Aníbal Agüero: él sí concluyó los estudios de escultura), estatua con la que la policía se ensañó atentando contra ella en varias oportunidades hasta que, finalmente, la derribaron… ¡mas, no podrán matarlo! Y hasta ahora sigo dibujando y esculpiendo, no con la misma asiduidad primigenia, pero con mucho agrado.
MÚSICA, GÉNEROS, AUTORES
También quise ser músico. Mi hermana me regaló una guitarra, que hasta ahora conservo como adorno en el “cuarto de los Buendía”, y de la que hablo en mi poema a Javier Heraud: “… te siento en mi guitarra / siento que me impones su silencio / desgarrado, y una ganas enormes de seguirte…”. Pero la música no quiso saber nada conmigo. A pesar de que en mi época de bohemia (contagiado por la dinámica fertilidad de Manuel Acosta Ojeda) llegué a componer algunos valses, huaynos y mulisas, que tengo por ahí grabados en casettes y en algún disco de esos de 33 y 45 revoluciones. La música popular es mi fuerte (pero no la pop ni la chicha). Con una buena salsa me vuelvo trompo. Pero cuando el vendaval amaina recurro a mis clásicos: Beethoven, Chopin, Brahms, Liszt, el mismo Wagner, Tchaikovsky… sí, la música es lo máximo (junto con la poesía), lo demás es silencio…
SAN MARCOS Y SU INFLUENCIA
San Marcos. Nuestra querida universidad San Marcos. Era todo un mundo. El país en pequeño. Cuántas cosas hubiera dejado de aprender si no hubiera estado allí. Cuánta gente valiosa (y de la otra también: de los profesores negativos también se aprende) hubiera dejado de conocer. Pero estuve y viví allí los mejores años de mi juventud. A mucha honra fui comensal de la “Muerte Lenta” e inquilino de la Vivienda (tan manoseadas y vilipendiadas hogaño). Yo estuve el día (o, mejor, la noche) en que una bomba molotov fue arrojada al cielo raso del patio de Letras y hasta hoy, creo, se ve la mancha dejada por el fuego (fue mi bautismo de fuego, pues no hacía mucho que había ingresado). Eran tiempos de fuego y pasión nunca más reeditados. Todo sanmarquino auténtico no se reconoce a sí mismo por el cartón del grado o la licenciatura, sino por la marca indeleble que lleva en el alma hasta la muerte. Es lo que hace que uno -sin saberlo y sin proponérselo- siga produciendo como aprendió a hacerlo en esas gloriosas aulas en las que no había competencia por las mejores notas sino emulación para ser cada vez mejor.
PROFESORES Y MAESTROS
No quisiera hacer mención de maestros específicos, porque puedo olvidarme de alguno valioso, e incurriría en injusticia involuntaria. Creo que de todos los maestros se aprende algo (especialmente en San Marcos de esa época: los maravillosos años setenta). Pero sí puedo mencionar a tres –emblemáticos, sin duda–, ya fallecidos: Washington Delgado, Paco Carrillo y Antonio Cornejo Polar. Tres fuera de serie. Recuerdo siempre que un semestre me matriculé en un curso de Literatura Española, con el tema específico del romanticismo. Cuando llegué al aula asignada (una de las pequeñas que había en Letras) ya estaba allí, esperando parado en la puerta, Washington Delgado, con la mirada perdida a lo largo del pasadizo, con su parsimonia proverbial. Luego del saludo de rigor ingresamos al aula. Yo era el único alumno (ninguno más de los -seguramente- inscritos se hizo presente). Y esto fue así durante todo el ciclo. Pero Washington no dejó de dictar su clase con este único y solitario alumno. Me vi obligado a ser puntual. Yo que también abandonaba la mayoría de cursos para recursearme la sobrevivencia. En esa oportunidad personifiqué a la puntualidad. Fue, además, un privilegio. Yo lo escuchaba con suma atención. Y en un determinado momento lo escucho hablar de un romántico alemán que él llamó Van Kla (o algo así). Guarda, dije yo. Que nombrecito para raro. Entonces lo interrumpí. Cómo se escribe el nombre del autor que acaba de mencionar… Federico Von Kleist, escribió en la pizarra. Sorpresas te da la vida, camará (de ese autor tenía referencias porque ya había leído La lucha con el demonio, de Stefan Zweig).
AMISTADES
RV: Sabemos que conociste a Pancho Izquierdo, a Juan Cristóbal, Ana María Mur, Manuel Pásara. En qué circunstancia ocurrió, qué valoraste (y valoras) de cada uno. Bruno Portugués, Fanny Palacios, Raúl Isman, Analissa Melandri, Cristina Castello ¿qué representan?
- Todos esos nombres materializan en mi recuerdo a grandes amigos, todos de la misma talla porque –como diría Brecht– todos están parados a la misma altura. Cada cual mejor, según su especialidad y originalidad. Pero todos grandes creadores de vida. Pancho Izquierdo era un genio, pero -como todos los genios- era absolutamente indiferente de su genialidad. Él solo se ninguneaba. Pero qué gran dibujante era. Además un singular poeta (llegó a publicar un libro de poemas). Con Ana María Mur hicieron una pareja excepcional (a ambos les dediqué un poema en mi libro TUN TUN QUIÉN ES de 1982, titulado “Por qué dejé la Escuela”, me refiero a la de Bellas Artes). Eran igual de geniales, ambos. Y, tú sabes, polos iguales se repelen. Anita tenía (o tiene: hace muchos años que no la veo) una gran sensibilidad y un don especial para detectar “por dónde salta la liebre” de lo artístico al momento de valorar a la gente de la tribu. Bueno, Juan Cristóbal, un gran poeta, aunque por su personalidad bulliciosa (especialmente cuando estaba ebrio, hoy creo que ya no bebe o muy poco) se ganaba censores negativos, a veces gratuitos e injustos. En realidad es una gran persona (como todo gran artista). Manuel Pásara es uno de mis amigos de San Marcos, también poseedor de una gran sensibilidad, aunque renuente a publicar sus escritos. Estudiábamos Literatura, y coincidimos en algunos cursos (a pesar de que éramos de distintas promociones). Llegamos a hacer una gran amistad, de la que de modo alguno puedo excluir a Verónica Polak, su compañera de toda la vida. Y, por asociación, debo mencionar a José Antonio Pásara y a su compañera Tania Otoya (viven actualmente en EEUU). Lo mismo puedo decir de Bruno Portuguez y de Fanny Palacios, pintores de un talento enorme, y de una personalidad muy singular, dentro de la modestia que caracteriza a toda la gente de valor. Y aquí es pertinente recordar a algunos amigos conocidos en la Red Internacional: Raúl Isman un incansable luchador argentino, profesor universitario y escritor de quilates, la revista digital REDACCIÓN POPULAR que dirige es realmente excepcional; Annalisa Melandri en Italia es una amiga que la tecnología mediática me ha regalado: con un espíritu solidario inigualable y un gran amor por Nuestramérica, es realmente un orgullo intercambiar comunicaciones con ella; y, por último, Cristina Castello, argentina de nacimiento y francesa de corazón (comparte domicilio en ambas naciones), una poeta valiosa y luchadora por las causas nobles del mundo. En todos ellos es admirable su vitalidad y capacidad para la recepción, difusión y defensa de los más disímiles reclamos de los pobres del mundo. A todos les reservo un lugar muy especial en el sitio donde pervive el cariño. También hay otros amigos entrañables (y que me disculpen los que omito): Vilma Aguilar, Oswaldo Reynoso, Roberto Reyes y María Ramos, Winston Orrillo, Jorge Luis Roncal, Felipe Torres y Mery Zúñiga, Tito Oyague y Naty Flores (radican en España), Tulio Ozejo y Zenobia Lapa, Ever Arrascue y Sonia Estrada, Carlos Ostolaza, Rosina Valcárcel… Lo malo de vivir en provincias es que te alejas de las grandes amistades que, por lo común, hay que decirlo, viven en Lima. Por eso procuro ir periódicamente, para capitalizarme y desprovincianizarme.
DEL AMOR REAL Y DEL PLATÓNICO
Hoy, la amada real que llena todos mis días con su apabullante dedicación a lo nuestro es Teresa Yenque Coico, mi compañera de las dos últimas décadas (y hasta que la muerte nos separe, porque ni las peleas domésticas lo lograrán). Y en este rubro de los amores reales debo mencionar a mis dos sobrinos, Rodolfo y Milagros Berrospi Fernández: representantes de mi hermana en la Tierra, y escribo Tierra con mayúscula porque sus embajadas están en Chipre y en Miami, respectivamente. Mis amores platónicos son todas las mujeres de mis amigos a quienes, sin embargo, nunca he tocado ni tocaré con el pétalo de una rosa. Decir esto es un homenaje a ellas por bellas y valiosas como ellas solas. Las de carne y hueso, aquellas que estas manos acostumbradas a doblar fierros y amasar arcillas, a estrujar papeles ásperos y teclear letras sin cuento, tuvieron la dicha de recorrer sus diáfanas latitudes, no tienen nombres publicables. Sería pecar de vanidoso o de infidente. Y aunque no han sido muchas, las pocas que tuvieron la generosidad de permitirme ser su habitante insomne bien pueden estar seguras de que en ese instante supremo las amé como a ninguna otra. Porque cada quien tenía su propio fuego. Ahora en este invierno de los años y los daños, su cálida añoranza me sirve de rescoldo. Nada más.
DEL AMOR REAL Y DEL PLATÓNICO
Hoy, la amada real que llena todos mis días con su apabullante dedicación a lo nuestro es Teresa Yenque Coico, mi compañera de las dos últimas décadas (y hasta que la muerte nos separe, porque ni las peleas domésticas lo lograrán). Y en este rubro de los amores reales debo mencionar a mis dos sobrinos, Rodolfo y Milagros Berrospi Fernández: representantes de mi hermana en la Tierra, y escribo Tierra con mayúscula porque sus embajadas están en Chipre y en Miami, respectivamente. Mis amores platónicos son todas las mujeres de mis amigos a quienes, sin embargo, nunca he tocado ni tocaré con el pétalo de una rosa. Decir esto es un homenaje a ellas por bellas y valiosas como ellas solas. Las de carne y hueso, aquellas que estas manos acostumbradas a doblar fierros y amasar arcillas, a estrujar papeles ásperos y teclear letras sin cuento, tuvieron la dicha de recorrer sus diáfanas latitudes, no tienen nombres publicables. Sería pecar de vanidoso o de infidente. Y aunque no han sido muchas, las pocas que tuvieron la generosidad de permitirme ser su habitante insomne bien pueden estar seguras de que en ese instante supremo las amé como a ninguna otra. Porque cada quien tenía su propio fuego. Ahora en este invierno de los años y los daños, su cálida añoranza me sirve de rescoldo. Nada más.
Lima - Piura 13 julio de 2010.
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