LA MUERTE Y OTRAS TRAICIONES: TERRITORIO PARA ABRAZAR A LA MEMORIA DE LO FUGAZ
POR: VÍCTOR VIMOS (*)
“Adivino la muerte en cada paso, en cada giro que la manecilla del reloj da sobre mi piel que se marchita, adivino la muerte en la sombra que persigue a mis zapatos, en el abrazo que me cobija del abismo, adivino la muerte cuando frente al espejo, me reconozco apenas como una mancha de olvido.
Adivino la muerte y puedo oler sus pasos, mirarla como corre despavorida por entre las callejuelas de una ciudad que se hunde en la niebla, en la nicotina, en el alcohol, de una ciudad que duerme a los pies del mar, ese animal elástico que ruge renegando del alba.
Una muerte que no es delito, que no es angustia, que no es balazo ciego en busca de pieles que agujerear. Adivino la muerte que es mordida traicionera, una puñalada baja, un bolero sin acabar”.
No, la muerte no es una traición. La muerte es una vela que pacientemente espera a que nuestros pasos lleguen hacia ella, solo entonces se extingue. La verdadera traición ocurre cuando esos pasos, que deberían no desviarse del sendero predicho para sus huellas, lo hacen, y terminan extraviándose en la jungla de cemento y bullicio que conocemos como realidad.
Una realidad que ha ido restando espacios a la vida. Minimizándola de tal forma que ahora apenas es la justificación para que la memoria siga existiendo. Una memoria que nos habla por fragmentos, por señales, por escasas huellas, y que no permite ver más allá de lo que acontece.
Pero no todo está perdido. Para eso queda la palabra. Esa ánima eterna que dibuja formas, rostros y sueños, y que mediante ellos, nos induce a la locura, al amor, al llanto, a la traición y a la misma muerte.
Nada fácil entonces la labor de un escritor, que como en el caso de Fernando Carrasco, propone una lectura desde los márgenes de la vida: esos momentos eternos en la fugacidad, en los que se puede encontrar el hueso del alma adherido al miedo de morir.
Nueve historias que como punto de inicio tienen la incertidumbre, y como punto de unión la muerte, aun cuando esta no se presente en ninguna parte del texto, se encuentra ahí, en forma de melancolía, de tristeza, de bochorno, de traición.
Nada más duro que la mentira para disimular la muerte. Es decir, que no es fácil ponerse una máscara y salir a fingir que estamos vivos, mientras dentro, en la casa que es el cuerpo, la locura crece. Nada más duro que ser un personaje de Carrasco, atado a esta mentira, a esta traición que es la vida, y envuelto en el desenfreno de una ciudad como Lima, esa especie de pradera de llanto, en donde se riegan uno a uno los acontecimientos que relata el libro.
Un escenario urbano en el que la mejor manera de probarse que se sigue vivo, es tentar a la muerte. Tentarla ocultando verdades, posesionándose de voces que transitan entre el espectro y la certidumbre, creando personajes que no tienen un límite en cuanto a la desdicha que llueve dentro de ellos. El lector, ese personaje moderno por antonomasia, encontrará en este lago de incertidumbre, una posibilidad para reflexionar sobre la manía de la vida por morderse su propia cola, esa sensación de abandono que a todos nos envuelve alguna vez.
Punto característico en la obra de Fernando Carrasco constituyen las notas de la rockola que escapan de cualquier portal, sin importar la hora que sea, para deshacer el instinto del lector. Así, escuchamos un son que sacude a quien está a punto de volar, un canto de drama que cobija a un torero que rememora la vida, a las puertas de su muerte, un bolero que muerde las barbas de un Cristo que sin necesidad de cruz, camina exhibiendo sus llagas, una cumbia que envuelve el juego de barajas, la mala suerte, el odio.
Puestos frente a la construcción de La Muerte y Otras Traiciones, reconocemos la labor incesante de un escritor que, aun cuando está bordeando la juventud, arriesga todo por el todo, y se lanza tras de la historia, hasta alcanzarla. Poseedor de una narración ágil, limpia y con mucha riqueza de imágenes y técnica, Carrasco nos demuestra, una vez más, la gran valía de la tradición literaria peruana, por la que él ha sido influenciado, así como la formación, a paso lento pero indetenible, de una voz propia que seguramente traspasará todos los bordes que el silencio deja sobre nuestra piel.
Buen viento para la labor literaria de Fernando Carrasco, que en este libro La Muerte y Otras Traiciones ha dejado más que anécdotas e historias que se pasan de voz en voz, ha dejado verdaderas muestras de un oficio de alfarero de la palabra, que nos convoca a mirar la vida en instantes, en espacios donde la duda y la incertidumbre, son la mejor forma de abrazar la tranquilidad. Que los tormentos no estén exentos de este paso por la vida, Fernando, así como la calma para ellos, que estás condenado a encontrar solamente en la palabra.
“Adivino la muerte en cada paso, en cada giro que la manecilla del reloj da sobre mi piel que se marchita, adivino la muerte en la sombra que persigue a mis zapatos, en el abrazo que me cobija del abismo, adivino la muerte cuando frente al espejo, me reconozco apenas como una mancha de olvido.
Adivino la muerte y puedo oler sus pasos, mirarla como corre despavorida por entre las callejuelas de una ciudad que se hunde en la niebla, en la nicotina, en el alcohol, de una ciudad que duerme a los pies del mar, ese animal elástico que ruge renegando del alba.
Una muerte que no es delito, que no es angustia, que no es balazo ciego en busca de pieles que agujerear. Adivino la muerte que es mordida traicionera, una puñalada baja, un bolero sin acabar”.
No, la muerte no es una traición. La muerte es una vela que pacientemente espera a que nuestros pasos lleguen hacia ella, solo entonces se extingue. La verdadera traición ocurre cuando esos pasos, que deberían no desviarse del sendero predicho para sus huellas, lo hacen, y terminan extraviándose en la jungla de cemento y bullicio que conocemos como realidad.
Una realidad que ha ido restando espacios a la vida. Minimizándola de tal forma que ahora apenas es la justificación para que la memoria siga existiendo. Una memoria que nos habla por fragmentos, por señales, por escasas huellas, y que no permite ver más allá de lo que acontece.
Pero no todo está perdido. Para eso queda la palabra. Esa ánima eterna que dibuja formas, rostros y sueños, y que mediante ellos, nos induce a la locura, al amor, al llanto, a la traición y a la misma muerte.
Nada fácil entonces la labor de un escritor, que como en el caso de Fernando Carrasco, propone una lectura desde los márgenes de la vida: esos momentos eternos en la fugacidad, en los que se puede encontrar el hueso del alma adherido al miedo de morir.
Nueve historias que como punto de inicio tienen la incertidumbre, y como punto de unión la muerte, aun cuando esta no se presente en ninguna parte del texto, se encuentra ahí, en forma de melancolía, de tristeza, de bochorno, de traición.
Nada más duro que la mentira para disimular la muerte. Es decir, que no es fácil ponerse una máscara y salir a fingir que estamos vivos, mientras dentro, en la casa que es el cuerpo, la locura crece. Nada más duro que ser un personaje de Carrasco, atado a esta mentira, a esta traición que es la vida, y envuelto en el desenfreno de una ciudad como Lima, esa especie de pradera de llanto, en donde se riegan uno a uno los acontecimientos que relata el libro.
Un escenario urbano en el que la mejor manera de probarse que se sigue vivo, es tentar a la muerte. Tentarla ocultando verdades, posesionándose de voces que transitan entre el espectro y la certidumbre, creando personajes que no tienen un límite en cuanto a la desdicha que llueve dentro de ellos. El lector, ese personaje moderno por antonomasia, encontrará en este lago de incertidumbre, una posibilidad para reflexionar sobre la manía de la vida por morderse su propia cola, esa sensación de abandono que a todos nos envuelve alguna vez.
Punto característico en la obra de Fernando Carrasco constituyen las notas de la rockola que escapan de cualquier portal, sin importar la hora que sea, para deshacer el instinto del lector. Así, escuchamos un son que sacude a quien está a punto de volar, un canto de drama que cobija a un torero que rememora la vida, a las puertas de su muerte, un bolero que muerde las barbas de un Cristo que sin necesidad de cruz, camina exhibiendo sus llagas, una cumbia que envuelve el juego de barajas, la mala suerte, el odio.
Puestos frente a la construcción de La Muerte y Otras Traiciones, reconocemos la labor incesante de un escritor que, aun cuando está bordeando la juventud, arriesga todo por el todo, y se lanza tras de la historia, hasta alcanzarla. Poseedor de una narración ágil, limpia y con mucha riqueza de imágenes y técnica, Carrasco nos demuestra, una vez más, la gran valía de la tradición literaria peruana, por la que él ha sido influenciado, así como la formación, a paso lento pero indetenible, de una voz propia que seguramente traspasará todos los bordes que el silencio deja sobre nuestra piel.
Buen viento para la labor literaria de Fernando Carrasco, que en este libro La Muerte y Otras Traiciones ha dejado más que anécdotas e historias que se pasan de voz en voz, ha dejado verdaderas muestras de un oficio de alfarero de la palabra, que nos convoca a mirar la vida en instantes, en espacios donde la duda y la incertidumbre, son la mejor forma de abrazar la tranquilidad. Que los tormentos no estén exentos de este paso por la vida, Fernando, así como la calma para ellos, que estás condenado a encontrar solamente en la palabra.
(*) Poeta y periodista ecuatoriano.
Nota:
(Texto leído el 29 de noviembre del 2009 en la Feria del Libro de Quito).
No hay comentarios:
Publicar un comentario