Poeta: Evgueni Bezzubikoff.
Por: Miguel Ildefonso
La chronica (en latín) o kronika biblios (en griego) es una sucesión de hechos históricos narrados en orden cronológico; pueden ser hechos colectivos, como los de una nación, o personales como la travesía de un peatón por la Quinta Avenida en Manhattan. Crónica del adiós de Evgueni Bezzubikoff (Huancayo, 1978) se enfoca al devenir de un sentimiento guiado por la mirada cuasi fotográfica del sujeto poético como correlato de una realidad movediza, huidiza, constantemente cambiante: es la historia del amor en estos tiempos sin cólera, de una postmodernidad que no termina aun de definirse como concepto o época. La poesía, nos previene el poeta desde un inicio, deviene de un naufragio. Después de las Vanguardias literarias del s. XX, la poesía y las artes en general, no han podido evitar cargar con el cansancio del “entusiasmo”. La utopía y la revolución se guardaron en una lata de sopa Campbell, y se reprodujo en serie para el consumo masivo, con mucho “conservante” para mantener su “sabor”. Hoy aun sigue siendo moda la cara del Che en los polos y tatuajes. De ahí que las palabras, en este mundo globalizado, no pueden competir con las imágenes, dicen los comunicadores sociales. Y tienen razón. Pero la poesía siempre será otra cosa. Al poeta le basta guardar el poema en una botella, arrojar la botella por la ventana o a través de las olas, para que algún otro sobreviviente, de otro naufragio, la reciba, lea el poema, escriba otro poema, y lo guarde en otra botella para luego seguir una historia humana que lleva siglos de reescritura: la crónica de la soledad del amor. La palabra es, entonces, ese iceberg que crece en las auroras, nos dice solarmente Evgueni. Una bella ilusión, como un canto de sirena, que nos anuncia futuros naufragios. La palabra nos seduce, nos lleva hasta donde ella quiere, pero luego nos abandona. El poeta va tras los pasos extraviados, dejados por una Daphne que se pierde por las esquinas del Greenwich Village. Es “la condición imperfecta” del hombre, nos dice el poeta en Nueva York, reo de nocturnidad, que busca en la naturaleza, en la contemplación de lo primigenio, la raíz de todas sus pasiones: incluida la pasión por la quimérica belleza. Pero la naturaleza es lejana, aun más lejana y perdida que el amor. Y es aquí donde empieza realmente la crónica del adiós, ese hilar y deshilar la trama de una historia fragmentada como son fragmentados los discursos que fundamentan precariamente los tiempos en que vivimos. La imagen lo es todo, dicen los publicistas. Y tienen razón. Aunque no siempre fue así. Todo poeta, desde el Romanticismo o desde las multitudes del París de Baudelaire, escribe desde el encierro del corazón, pero escribir poesía es abandonar el abandono: y es estar al margen de las vanas luchas o del capital. El poeta es “el eterno militante de la soledad”, y solo así su mirada alcanzará siempre a tantear aquellas “inciertas distancias”, como son “la música y la muerte.” El poeta observa y lo registra en su inventario. Nos dice más adelante: “Entre las autopistas o los rieles/ a veces la muerte nos ampara.” Poesía visionaria se llama a aquella que va más allá de las simples metáforas, símbolos y sinestesias; aquella que es capaz también de alimentarse de la realidad para, a su vez, abolirla. “Realidad, el ángel que me guía”, decía Martín Adán, aquel gran “militante de la metafísica” y del exilio en la caótica urbe. Para terminar, nos quedamos con unos versos: “Un poeta nunca anda tomado./ Está en estado de éxtasis.” Este éxtasis es el aura aun no perdido con la robotización del espíritu colectivo de este tiempo llamado postmoderno; es esa “magnífica luz” que nos ilumina como una luciérnaga en las inmensas incertidumbres de hoy y de siempre, como aquellas del amor y la muerte. El poeta siente esa “luz”, capta esa luz aun cuando es breve y efímera, como la palabra; aun cuando otro manotazo lo empuje a otro naufragio. Por eso, Crónica del adiós es también el libro de la redención, y de la celebración de aquellas visiones que nos acercan al “jubilo de las gaviotas”. Aquí nos hallamos, finalmente, en la metáfora del mar, como esperanza de que no sólo remamos con alas de albatros a contracorriente de la historia colectiva, sino también en el eros del éxtasis más sublime y revolucionario donde aún podemos ser: el del cuerpo de la amada. La crónica es también de este éxtasis, de la celebración del éxtasis, de un adiós pero también de un advenimiento. Y aquí las imágenes no son nada. La poesía recobra, por fin, su misión: dar palabra a lo inefable.
“EL ÉXTASIS DEL POETA”
Sobre "Cronica del Adiós" (Hipocampo Editores 2010) del poeta peruano Evgueni Bezzubikoff
Sobre "Cronica del Adiós" (Hipocampo Editores 2010) del poeta peruano Evgueni Bezzubikoff
Por: Miguel Ildefonso
La chronica (en latín) o kronika biblios (en griego) es una sucesión de hechos históricos narrados en orden cronológico; pueden ser hechos colectivos, como los de una nación, o personales como la travesía de un peatón por la Quinta Avenida en Manhattan. Crónica del adiós de Evgueni Bezzubikoff (Huancayo, 1978) se enfoca al devenir de un sentimiento guiado por la mirada cuasi fotográfica del sujeto poético como correlato de una realidad movediza, huidiza, constantemente cambiante: es la historia del amor en estos tiempos sin cólera, de una postmodernidad que no termina aun de definirse como concepto o época. La poesía, nos previene el poeta desde un inicio, deviene de un naufragio. Después de las Vanguardias literarias del s. XX, la poesía y las artes en general, no han podido evitar cargar con el cansancio del “entusiasmo”. La utopía y la revolución se guardaron en una lata de sopa Campbell, y se reprodujo en serie para el consumo masivo, con mucho “conservante” para mantener su “sabor”. Hoy aun sigue siendo moda la cara del Che en los polos y tatuajes. De ahí que las palabras, en este mundo globalizado, no pueden competir con las imágenes, dicen los comunicadores sociales. Y tienen razón. Pero la poesía siempre será otra cosa. Al poeta le basta guardar el poema en una botella, arrojar la botella por la ventana o a través de las olas, para que algún otro sobreviviente, de otro naufragio, la reciba, lea el poema, escriba otro poema, y lo guarde en otra botella para luego seguir una historia humana que lleva siglos de reescritura: la crónica de la soledad del amor. La palabra es, entonces, ese iceberg que crece en las auroras, nos dice solarmente Evgueni. Una bella ilusión, como un canto de sirena, que nos anuncia futuros naufragios. La palabra nos seduce, nos lleva hasta donde ella quiere, pero luego nos abandona. El poeta va tras los pasos extraviados, dejados por una Daphne que se pierde por las esquinas del Greenwich Village. Es “la condición imperfecta” del hombre, nos dice el poeta en Nueva York, reo de nocturnidad, que busca en la naturaleza, en la contemplación de lo primigenio, la raíz de todas sus pasiones: incluida la pasión por la quimérica belleza. Pero la naturaleza es lejana, aun más lejana y perdida que el amor. Y es aquí donde empieza realmente la crónica del adiós, ese hilar y deshilar la trama de una historia fragmentada como son fragmentados los discursos que fundamentan precariamente los tiempos en que vivimos. La imagen lo es todo, dicen los publicistas. Y tienen razón. Aunque no siempre fue así. Todo poeta, desde el Romanticismo o desde las multitudes del París de Baudelaire, escribe desde el encierro del corazón, pero escribir poesía es abandonar el abandono: y es estar al margen de las vanas luchas o del capital. El poeta es “el eterno militante de la soledad”, y solo así su mirada alcanzará siempre a tantear aquellas “inciertas distancias”, como son “la música y la muerte.” El poeta observa y lo registra en su inventario. Nos dice más adelante: “Entre las autopistas o los rieles/ a veces la muerte nos ampara.” Poesía visionaria se llama a aquella que va más allá de las simples metáforas, símbolos y sinestesias; aquella que es capaz también de alimentarse de la realidad para, a su vez, abolirla. “Realidad, el ángel que me guía”, decía Martín Adán, aquel gran “militante de la metafísica” y del exilio en la caótica urbe. Para terminar, nos quedamos con unos versos: “Un poeta nunca anda tomado./ Está en estado de éxtasis.” Este éxtasis es el aura aun no perdido con la robotización del espíritu colectivo de este tiempo llamado postmoderno; es esa “magnífica luz” que nos ilumina como una luciérnaga en las inmensas incertidumbres de hoy y de siempre, como aquellas del amor y la muerte. El poeta siente esa “luz”, capta esa luz aun cuando es breve y efímera, como la palabra; aun cuando otro manotazo lo empuje a otro naufragio. Por eso, Crónica del adiós es también el libro de la redención, y de la celebración de aquellas visiones que nos acercan al “jubilo de las gaviotas”. Aquí nos hallamos, finalmente, en la metáfora del mar, como esperanza de que no sólo remamos con alas de albatros a contracorriente de la historia colectiva, sino también en el eros del éxtasis más sublime y revolucionario donde aún podemos ser: el del cuerpo de la amada. La crónica es también de este éxtasis, de la celebración del éxtasis, de un adiós pero también de un advenimiento. Y aquí las imágenes no son nada. La poesía recobra, por fin, su misión: dar palabra a lo inefable.
Los Naufragios
Todos los días se produce
el naufragio.
Me siento en el bar desde la tarde
y veo llegar a los sobrevivientes.
Siempre hay más de un náufrago
abrazándose a la isla de la noche.
Todos los días se produce
el naufragio.
Me siento en el bar desde la tarde
y veo llegar a los sobrevivientes.
Siempre hay más de un náufrago
abrazándose a la isla de la noche.
Conciliación
...la taberna: en efecto, es el reino de la mediación y por tanto del reconocimiento que humaniza y satisface a la autoconciencia... Es el tabernero el encargado de que nadie esté totalmente solo en su casa y también de que nadie se sienta vigilado: !ojalá Dios nos tratase con igual delicadeza!
Fernando Savater
Fernando Savater
Vuelves del bar agraciado
en cien copas de ron.
Un poeta nunca anda tomado.
Está en estado de éxtasis.
De inspiración, dicen al verlo.
O como dice Antonio Cisneros:
de Gracia.
Pero en algún estado...
¿New York? ¿New Jersey? ¿Connecticut?
Con ansias delicadas.
De la fineza tropical en minifalda
sentando las cartografías de la Existencia.
en cien copas de ron.
Un poeta nunca anda tomado.
Está en estado de éxtasis.
De inspiración, dicen al verlo.
O como dice Antonio Cisneros:
de Gracia.
Pero en algún estado...
¿New York? ¿New Jersey? ¿Connecticut?
Con ansias delicadas.
De la fineza tropical en minifalda
sentando las cartografías de la Existencia.
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