jueves, 20 de enero de 2011

“EL VERDUGO DE LOS CONFORMISTAS” POR HÉCTOR ÑAUPARI.


“EL VERDUGO DE LOS CONFORMISTAS” (*)

Por: Héctor Ñaupari

La poesía de Oscar Ramirez viene de antiguo, pese a la juventud física de su creador. Es semejante a los cuentos de héroes y aventureros con que soñamos los viejos cuando niños, que nos marcan al encendido fuego de su vida de frenesí y arrojo, como de éxitos y de derrotas, y que nos acompañan siempre, durante toda nuestra travesía personal.

Antigua y moderna al mismo tiempo, entonces, la poesía de Ramirez en Cuarto Vecino es, primero, una ordenada arquitectura dedicada al menos racional de los sentidos: el del corazón. Furioso incendio que lo envuelve, vorágine de la selva en su espesura, lluvia que crepita y todo lo renueva al tiempo que lo ahoga, Ramírez intenta dar un apasionado concierto a este cúmulo de sensaciones y escapes a la realidad que es el sentimiento motor.

“Apareces y los nombres se transforman en pedidos y sutiles / convicciones de fidelidad con lo cual podemos increpar a / las sombras la dudosa procedencia del amor”, nos dice Ramírez, cual un dedicado húsar, peleando caballerosamente una batalla perdida de antemano; conmovedora inquietud, la suya, la del dar excelsitud al amor enfebrecido, cuando la mayor parte de los suyos, sin distinción de género o edad, lo tienen como un lastre que aliena y asfixia, una coartada más para desenredar ese sarcasmo que es, en realidad, miedo, silencio, hipocresía, expresión meridiana de la mediocridad en muchísimos jóvenes.

Además, con Cuarto Vecino este joven poeta reconfirma la actitud vargasllosiana de la literatura: la de ser esa persona incómoda para todos los espíritus menudos, el eterno aguafiestas, siempre a contracorriente, el avecindado que con su sola presencia suscita “los temblores de infantiles gaviotas”, como él mismo escribe, volviéndose el verdugo de los conformistas, de los que en nada creen, que nada les satisface, que nunca se han visto en la necesidad de esforzarse, que no conocen la desesperación.

En esa dirección, con una ironía e insolencia que celebro, el poeta Oscar Ramirez se define como un “negro literario”. Yo lo celebro porque también he sido, y, hasta cierto punto, prosigo siendo, un negro literario. Todo negro literario –negré litteraire del francés, de donde proviene el término– lo es por razones puramente pecuniarias y alimenticias. Se me dirá que es terrible alquilar el talento, pero la verdad es que se hace porque, vistos como estamos, no recibimos nada por alquilar el cuerpo.

Bromas aparte, por esas ironías perversas de las que está llena la literatura, Alexandre Dumas, un descendiente de haitianos, divino, festivo y rotundo inspirador de Los tres mosqueteros (título que revela la honesta deshonestidad de Dumas, como señala Umberto Eco, pues esta novela es la historia del cuarto mosquetero y no de los otros tres) fue también el mayor negrero literario, siendo el más conocido de sus esclavos de letras Auguste Maquet, y, entre ellos, como cuenta la leyenda y la historia, el romántico, atormentado y suicida poeta Gérard de Nerval; pues, en el febril y burgués siglo XIX, la obra maestra del autor de El conde de Montecristo se publicaba semanalmente en el principal diario parisino de entonces y, no teniendo Dumas tiempo para escribir las cuartillas necesarias, alquilaba las plumas y talentos de otros escritores.

De hecho ha habido negros literarios que luego realizaron una exitosa carrera literaria, como el inglés Paul Auster, el peruano Santiago Roncagliolo, o el español Manuel Manzano, y también hemos sido protagonistas de novelas, como Mañana en la batalla piensa en mí de Javier Marías o Palacio Quemado de Edmundo Paz Soldán.

Para terminar con el tema, me quedo con el comentario de Adolfo Bioy Casares al respecto: “Escribir por encargo es una forma, no la única, de escribir profesionalmente. Por si alguien piensa que escribir por encargo es, de un modo inevitable, algo indigno, recordaré que el Doctor Johnson, uno de los críticos de los escritores más extraordinarios, dijo en una oportunidad ‘Sólo un badulaque escribe por placer’. [….] Los escritores que escribieron para ganarse la vida, y que escribieron bien, son innumerables. Yo veo en ello una prueba de que la inteligencia escapa a las circunstancias y, en definitiva, se impone”.

Volvamos a Cuarto Vecino. En su poema Sobre la poesía, Ramirez nos dice que “la poesía es un abrirle espacios a la incertidumbre”. Con ello designa las tareas del poeta en su arte: si la poesía es “lo pleno todo, la carente nada” como aporta Isidro Durat, es, por ende, una forma perpetua de conocimiento, siempre inacabada, donde la única certeza es lo mucho que nos falta por conocer. En ese contexto, la poesía es inagotable: significa “desde entrar en el ser”, siguiendo a Octavio Paz, hasta “el viejo sabor, la mínima victoria conocida, al lado del papel”, de Alfonso López Gradoli.

Esa poesía torna en mujer amada, tal como Ramirez expresa en su texto Obsesiva imagen del amor, haciéndola surgir: “apareces entre flores y rezagos de muerte”. O es un viaje, como en el poema Distancias, donde nos da una idea de su travesía: “¡Cuán amado es deambular sobre el eco de tus huellas marinas!”

La mayor parte de las veces el poema no se descubre ante nosotros. Hemos de buscarlo, de escudriñar en lo arcano; entonces, el poema se muestra, como dice Ramírez en su poema Frente al escritorio: “cuando despierta de tus pétalos una luz”.

Uno de los poemas más logrados del libro, a mi entender, se llama Los productos del aire. Presto a dar sentido de totalidad a la mujer que ama y en la que sueña, el poeta le susurra: “Tus nombres habitan el aire. De tus labios parten mareas en naufragios donde lumbre y misterio habitan el hemisferio de los titanes. Alada expresión, aura de luciérnagas en danzares de novias”.

En este texto, la musa es movimiento: “Vienes en colisiones de relámpagos, mística de orilla humana y musical. Supone la enumeración de las cosas bellas y trágicas, o envueltas en un tema sombrío, como la venganza: “La venganza en tus manos resuena a calma, a rencor lúdico, complejo de matiz donde confundimos el fuego con templanza, con martirios vaporosos en el eclipse de los jinetes”.

Las ninfas, antaño tan criticadas por esos hunos literarios, defensores de la poesía concreta y minimalista, permanecen sin embargo en este joven poeta, siguen allí como las amantes perennes, acompañándonos y amándonos desde nuestra primera juventud a la provecta edad que ya tenemos, tal como lo hizo Juliette Drouet con Víctor Hugo durante medio siglo; así dice Ramirez: “iracundo solfeo de ninfa dorada / maquinaria donde el círculo culmina”.

La sección filosófica del poemario, Sobre lo perpetuo de las circunstancias, nos remite a las estancias orteguianas: nuestro poeta desarrolla lo inmanente de aquello que compone, sustancialmente, nuestra individualidad. Yo soy yo y mis circunstancias, dice la máxima más conocida del autor de La rebelión de las masas. Y éstas son perpetuas, apunta Ramirez. Y nos vencen casi siempre. De allí su verso, que afirma el fracaso, en el poema El concepto del tablón, “sólo vas dibujando una línea / en el muerto cuerpo de la niña / con la firme intención / de la derrota”; o, por otro lado, lo inquiere, en Límites: “¿si decido olvidar / la consigna del farol / el mundo entero me odiaría?”.

A mi juicio, la mejor sección del libro es la que se titula igual que el libro, Cuarto Vecino. Como alma vieja que es, Ramirez la dedica a la multitud de sus “personajes secundarios”, como él los llama: el Hidalgo Alonso Quijano, a quien le reclama “despierta de ese sueño que muchos llaman cordura”. El dubitativo príncipe de Dinamarca, cuya atormentada existencia es una interrogante sin límites, y que en el poema Frente al descanso de Ofelia no cesa de preguntarse “¿Y si fuera yo sueño o recuerdo?”. La viajera Alejandra Pizarnik, que al huir arremete “contra la noche escondida en tu copa dormida”, entre otros.

Hay algunos otros que dejo al poeta la libertad de descubrirnos, como la dueña del polvo, la virgen, la dama del teatro, la actriz, el maestro del ocio, el conformista, el moribundo y el vagabundo. Reservo para mí la identidad de la dueña del polvo, que se me antoja la despojada campesina que ama desaforada y ardientemente al joven fraile Adso de Melk, cuyo nombre, ni él ni nosotros, jamás sabremos.

Para ir concluyendo, un poema de Ramirez, Una efigie para Prometeo, me remite a un tema de gran actualidad literaria: el centenario del wakcha, el apu mayor de nuestras letras, José María Arguedas. Hoy que todos lo celebran, es pertinente recordar que quienes más lo ensalzan pertenecen a ese socialismo decadente que lo martirizó y deprimió, llevándolo al suicidio. La sangre del autor de Los ríos profundos empapa al Instituto de Estudios Peruanos, y está en las manos del antropólogo José Matos Mar, del sociólogo francés Henri Favre y del economista Jorge Bravo Bresani, quienes lo ofendieron en la famosa Mesa Redonda de 1965, y de los cuales dijo Arguedas: “…casi demostrado por dos sabios sociólogos y un economista, también hoy, de que mi libro Todas las sangres es negativo para el país, no tengo nada que hacer ya en este mundo”.

Prometeo fue escarnecido por los hombres, a quienes llevó el fuego, y condenado por los dioses, de quienes lo hurtó. Ocurrió lo mismo con Arguedas. Hoy, esa misma izquierda que se mofó de su obra tildándola de conservadora, pasatista y folklórica, que ahora nos prohíbe el alcohol, pretende hacerlo suyo y colmarlo de homenajes para distraernos a todos de su responsabilidad en la muerte del amauta: no lo permitamos.

Me quedo, para acabar, con el último poema de Cuarto Vecino, Acerca de los poetas, donde Oscar Ramirez nos guiña, con irreverente complicidad: “Lo perfecto es aquello que no se escribe / y queda en nuestro pensamiento / como una imagen completa y absoluta”. Rotunda verdad para todos los que ejercemos este oficio, la literatura, impensable para corazones candorosos o estómagos frágiles: la mejor novela, el más esclarecedor ensayo, o, de todos, el poema que nos conmueve hasta la médula, es el que nunca escribiremos.

(*) Palabras de presentación del poemario Cuarto Vecino de Oscar Ramírez en la Casa de la Literatura [19 de enero de 2011]

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