lunes, 22 de diciembre de 2008

Siete Libros Siete por Miguel Ildefonso


Siete Libros Siete


1. Todos Los Fuegos, El Fuego: Vedrino Lozano

En la fatuidad de estos tiempos postmodernos, en que las inmensas preguntas celestes quisieran estar respondidas con esta realidad virtual tecnológica a la que cada vez todos parecen ser absorbidos, "Fuegos Fatuos" de Vedrino Lozano, como toda auténtica poesía, irrumpe con su doble voz de quien cree todavía en la virtud de la palabra y de quien exclama su irónica travesía por esta temporada desértica en el Infierno. Hoy, como dicen los versos de Juan Ojeda, que es “el tiempo de morir/ y sobre la tierra una ausencia de dioses”; hoy, que “sabemos ciertamente/ Que el tiempo es menos real que los sueños, y chapoteamos/ con nuestras pobres voces en un tiempo perdido”, yo me pregunto: ¿cómo leer un libro de poesía de un poeta joven? ¿Cómo leer un libro de poesía de un poeta joven peruano? ¿Será que la poesía desde hace unos años está que reclama un nuevo lector? Juan Ojeda decía: “Ahora los hombres sólo hablan una lengua falsa, ¿los escuchas?/ Nada hay allí que pueda servirte, todo es como una burla/ o una insidiosa pesadilla.// Ya hemos levantado sobre los días hórridos un tiempo más puro,/ y no escuchamos sino las obcecadas voces de los desgarrados.” Con esta obcecada voz de Vedrino Lozano proveniente desde su desierto, desde sus hórridos sueños, nos hallamos con un tipo de poesía de múltiples influencias, registros, tal como va la tendencia de la poética actual. Toda la tradición de la Modernidad, desde Holderlin, desde Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, las Vanguardias del S. XX, el Futurismo, el Realismo Socialista, la poesía anglosajona, se agotó en las décadas finales del milenio pasado. Las últimas experimentaciones en base a técnicas e ideologías, que surgieron con lo mencionado anteriormente, vinieron de algunos poetas, entre ellos Domingo de Ramos (a quien Vedrino dedica un poema). En los noventa sucedió una especie de puente rodeado de ausencia, un puente que todavía no llega a su fin. “Mido con secretos pasos el tiempo./ He perdido el hedor de los años que llevo/ encadenado a esta roca.” Con estos versos se inicia este Fuegos Fatuos; la ausencia mencionada está en ese mar que se le presenta ahora: “El mar se presenta ante mí como un poema inmenso/ de lenguas y cristales/ que no navegaré.”

Desde los noventa casi no hay libro de poesía que no denuncie su precariedad, su vacío, su anhelo de expresar una palabra pura: “Busco unas palabras/ aquellas que me permitan levantarme/ o renacer del polvo”, nos dice Vedrino quien luego terminando el poema dirá: “Saltaré al vacío/ donde las palabras del oráculo no soplan”. En los setenta denunciaba esta crisis Ojeda con sus versos citados antes, quien luego lo dijo con su propia vida: oh tiempos de miseria.

En Fuegos Fatuos encuentro dos partes, que pertenecen a dos planos simbólicos de la experiencia humana. La primera es una especie de travesía por lo intemporal, por las cuestiones metafísicas y los grandes temas como el amor, la muerte, la belleza, la poesía. El lugar es un desierto interior más subjetivo e irreal. Lo que me atrapa de este conjunto es la inesperada reflexión que realiza el poeta en medio de la descripción de estados y paisajes oníricos; por ejemplo: “Amar es una herida/ que sólo la muerte puede curar.”, o los esplendentes versos: “Coge los boletos/ y carga mis maletas/ que voy a llorar/ arrinconado en una letra muda.” Esta primera parte termina con el poema Tiempo: “Los albatros que solían navegar/ entre formas luminosas/ se quedaron en lo que aún no termino por definir: el sur”; los albatros, es decir, los poetas; el sur, el poema.

La segunda parte empieza con Vuelo con la vida rota. Es un desierto exterior, con seres entrañables para Vedrino, seres reales, cercanos y literarios: “Vuelvo con la vida rota./ Volver siempre es un poco triste.” Así con este modo testimonial, dramático, inicia el poema, que da cuenta de su retorno al morir, como el mito del Eterno Retorno: “Vuelvo con la vida rota./ Vuelvo con los ojos a-dentro.” Si en la primera parte la poesía se manifestaba en una historia sin historia, en mitos fugaces como el viento de las erosiones; aquí los temas mayores son el quehacer poético, la escritura, el poeta. Para Vedrino “Escribir es una forma de olvidar”, vaya paradoja, ya que por el contrario se escribe para no olvidar. Esa búsqueda de trascendencia, de ir más allá de esta realidad, la observamos en el poema En un bar oculto entre las sombras, en el que cuenta una noche de Bukoswki en un bar del desierto: “Bukowski/ se quedó solo en un bar periférico/ cerca de la frontera/ diciendo que era el último poeta/ de una estirpe maldita/ naufragada en el mar negro”. Desierto del papel, del alma, de la época, que en la tradición se ha ido haciendo cada vez más vacía de existencia, y que de eso se trata esos desiertos de Zurita, de Montalbetti, de Frisancho, y de mi Canciones de una bar en la Frontera. Doble desierto en el caso de Vedrino, así como una doble llama, que esperamos pronto su Fuego incendie las praderas heladas de la poesía peruana.


2. Pez En La Metálica Ciudad

“Ya estás del mar aquí, flor sacudida,/ estrella revolcada, descendida/ espuma seminal de mis desvelos.”, decía Rafael Alberti al mar, aquel símbolo de lo esencial de la vida, de su principio o fin. “Padre mar, ya sabemos/ cómo te llamas, todas/ las gaviotas reparten/ tu nombre en las arenas:/ ahora, pórtate bien,/ no sacudas tus crines,/ no amenaces a nadie,/ no rompas contra el cielo/ tu bella dentadura,/ déjate por un rato/ de gloriosas historias,/ danos a cada hombre,/ a cada/ mujer y a cada niño,/ un pez grande o pequeño/ cada día.” Este otro mar, un mar paternal o patriarcal en estos versos de Pablo Neruda, que concluyen asumiendo la voz de los pescadores, una imprecación: “te obligaremos, mar,/ te obligaremos, tierra,/ a hacer milagros,/ porque en nosotros mismos,/ en la lucha,/ está el pez, está el pan,/ está el milagro.”

En “Primero sueño” de sor Juana Inés de la Cruz hallamos un mar o una mar: “El mar, no ya alterado,/ ni aún la instable mecía/ cerúlea cuna donde el sol dormía;/ y los dormidos siempre mudos peces,/ en los lechos 1amosos/ de sus obscuros senos cavernosos,/ mudos eran dos veces./ Y entre ellos la engañosa encantadora/ Almone, a los que antes/ en peces transformó simples amantes,/ transformada también vengaba ahora.” Como esta mar, femenina, así también vienen los versos de Alfonsina Storni: “Mar, yo soñaba ser como tú eres,/ Allá en las tardes que la vida mía/ Bajo las horas cálidas se abría.../ Ah, yo soñaba ser como tú eres.”

En estos cuatro casos el mar o la mar es el símbolo exterior de estancia o lecho o cuna de la vida; vemos, en "Pez" de Mariela Dreyfus, un mar uterino, una mar de gestación, una mar dadora de vida y esperanza a pesar el inminente desastre mientras se desarrolla el ser, un mar interior de creación verbal del poema y vital del ser humano. Vemos al nuevo ser que se está gestando en el líquido amniótico, aquel pez en su mar maternal, como si estuviéramos viéndolo en una ecografía fetal tridimensional, y vemos cómo se está gestando el poema, el verbo que se hace carne, o la carne que se hace verbo.

El poeta se ha representado como demiurgo, como alfarero, como poseso, el poeta se ha querido representar como un ser enfrentado al caos, o receptor de mensajes suprarreales; pero en Pez nos encontramos con el poeta o la poeta madre, que con su sangre, que con sus huesos, que con su cuerpo interior da al mundo la palabra, de aquel acto de amor, del caos hacia la luz, hilo tras hilo. Y la palabra asciende, mientras ella es alimento del poema, visión interior del ser que va abriendo la visión de una realidad aun no narrada, el ser “intuye movimiento y sonido y el urbano paisaje que le inventa al paso que se apura entre la gente”. La poeta va presintiendo el desastre mientras lleva adentro el fruto que florece, que consume, florece el fruto, en la entraña, la semilla, el polen, y se forma una estructura de huesos, así como la estructura urbanística y social de Nueva York, política, interhumano y parroquial.

La palabra encarnada en Pez, en un semiótico mar de balbuceos, nos relata la historia de un nacimiento, la voz que nace en medio del desastre, la vibración sonora que después adquiere su sentido al pronunciarse. Y allí, en el hospital, en la Matria, lo amniótico, el país del ser, líquido amniótico o Madre Manhattan, megamatriz, allí habitan los exiliados en la tierra, como en una red, multiplicados otros. Mientras se teje el ser, desde el cero, para ser uno, uno y uno con el cuerpo que la alimenta, y los miembros se alistan, y ya va a respirar, las branquias que respiren el aire del Manhattan, la tripa comunica afuera, una llamada urgente, un cuerpo aferrado a otro, en una esfera de carne, cántaro y fuente que se rompe.

Y estalla la ciudad metálica, el fuego de la colisión levanta otra gestación de muerte, es un sacrificio, dicen unos, miríadas de seres esperando la hora final en pocos segundos; pero qué hay de aquella la felicidad de dar vida, de ser vida, de dadora de vida, que se enfrenta ahora al horror en una ciudad en caos, la ciudad irreal, “Ciudad irreal/ Bajo la parda niebla de una alborada de invierno”, decía Thomas S. Eliot, en El Entierro de los Muertos, de La Tierra Baldía, dos columnas de esta enorme estructura simbólica y humana que se van cayendo.

"La ciudad metálica", como se avizora en el lente de Jorge Ochoa, es una imagen de pasión, misterio y urbe, un cordón umbilical que proyecta al nuevo ser a la ciudad donde la muerte impactará en los ojos del mundo; solo el espectáculo de la muerte se ve en esos instantes por la televisión, comercializándola, construyendo mentalidades de guerra, gestándose la guerra. En la líquida morada del nuevo ser, la mirada intrauterina, el lente por un momento deforma la imagen del ser, mientras al interior del mar el tiempo se inicia cíclicamente. En el interior de los edificios en llamas, cenizas, solo los dientes quedarán. El ser de agua se enfrenta al aire de olor chamuscado, mientras que el río o la Estigia da cuenta de las muertes, la muerte de los vivos y la muerte de los que no llegaron a nacer que angustia a la madre. La desesperación se agolpa tras el alumbramiento y la destrucción. Luz y oscuridad, cuerpo dividido en el agua volátil de la pena, musitando la poeta el conteo de vértebras y dedos. Y dentro de esa superestructura, los muertos, donde nadan fragmentos y esquirlas, donde aun el agua lucha contra el fuego, el fuego calcinando a los peces en esos edificios uterinos. Así arde la sed exenta de palabras, exento de fluidos, que consume el oxígeno que quisiera la poeta para dar voz a esas súplicas. ¿Si el río se lleva los pedazos de cuerpos, cómo volverá la vida?, se pregunta.

Ella moldea la palabra como el cuerpo amado que se ha ido tejiendo adentro, gestando una imagen que deberá ser la imagen de uno, no la imagen de afuera, la del horror. Pero la palabra y el cuerpo, nos dice, no son uno, pues sería el verbo y la carne conjugados, habría luz que disipara el caos, pero el caos es nuestra época, nuestra incertidumbre, nuestra guerra que mutila, que desmiembra.

Ella ya se ve en la camilla, en la corriente del río, se rompe el cordón del pacto, en una ciudad en humareda, pero que a pesar de ello aun se pude ver la belleza de una flor entre los escombros, la palabra cumplida, el pacto de vida, ahora afuera. El pez ha nacido, a pesar de este caos, aquel pez es su palabra encarnada, su esperanza, la esperanza de que el mundo pueda ser aun habitable, aquel mar amniótico de la vida, la memoria, la belleza, donde podamos reconocernos en la palabra, para nacer otra vez, saberse un continuo pez en el reflejo del cielo.

Es difícil aceptar la verdad, es difícil vivir con la verdad, casi siempre no es rentable. Es duro, implica mucha responsabilidad, madurez. Es difícil hablar con la verdad. Repito, es difícil cargar con los muertos, es difícil despertar un día con la verdad en la cara. Libros como Pez, lo hacen, a través de metáforas, símbolos, sí, pero no hay que hurgar mucho para ver aquí lo que puede el hombre recibir de la naturaleza, llámese divina o naturaleza simplemente, aquel don de la vida. Pero también vemos lo que el hombre es capaz de hacer. Eros y tánatos, lo llamaban antiguamente. Y una voz de mujer, de poeta o madre, en estos poemas lo denuncia, lo retrata, lo vuelve crónica, lo testimonia.


3. El Jardin De Arianna

La poesía peruana escrita por mujeres tiene ya una sólida tradición, consolidada especialmente desde la década del 80. Blanca Varela, una de las más grandes poetas hispanoamericanas actualmente, con una poesía de corte existencial, colocó en nuestra tradición un referente obligatorio al cual toda poeta habría de mirar; luego vendría la voz lacerante y femenina de Maria Emilia Cornejo, la de La Muchacha Mala de La Historia, poeta de la década del 70, e inmediatamente después, con un trabajo más profundo y vanguardista, la voz de Carmen Ollé. En la década del 80 se produjo aquello que algunos denominaron el boom de la poesía femenina o poesía escrita por mujeres. El denominador común fue el tema del erotismo o lo que se llamó “poesía del cuerpo”; sus exponentes fueron Rocio Silva Santisteban, Mariella Dreyfus, entre otras. Algo afín, con preocupaciones en el tema de la mujer fueron otras voces importantes como Giovanna Pollarolo y Patricia Alba. Pero en una vertiente más ligada a otras tradiciones, como la de la poesía del Siglo de Oro español, fue la de Rosella di Paolo. La década del 90 trajo, en sus inicios, a una poeta iconoclasta, llamada Montserrat Alvarez, con su libro "Zona Dark", que marcó un rompimiento con la temática erótica. Otras voces interesantes son las de Roxana Crisólogo con una poesía polifónica y de temática intercultural o de los migrantes, y Carolina Fernández y Victoria Guerrero y Erica Ghersi. En este nuevo milenio, están surgiendo igualmente, como en la década anterior, una variedad de registros dentro de la poesía femenina. La poesía de Cecilia Podestá, Romy Sordomez, Andrea Cabel y Alessandra Tenorio, Denisse Vega, van mostrando un interesante trabajo que habrá que contar en el futuro, a las que se suma recientemente Arianna Castaneda con "El Jardín de los Amables Espinos", publicado por la editorial El Santo Oficio.

Como muchos primeros libros de poesía de un autor, encontramos una voz que busca hallarse en un territorio no solo físico sino dentro del imaginario de la literatura. Es decir, si por un lado nos hallamos en ese jardín que nos hace sentir la presencia de un hogar y una vida cotidiana en el que desfilan una serie de personajes anónimos, también nos remite a algunos autores mencionados o aludidos como Georg Tralk, Cesare Pavese y Luis Hernández Camarero, poetas suicidas y de escritura del estilo, como diría Luchito Hernández, “directo y suave”. Arianna Castañeda extrema este estilo hasta convertir su escritura, a veces, en una forma minimalista o fotográfica como son la serie de poemas titulados Polaroid. Por ejemplo veamos este poema: Polaroid 0.11: “Un perro de caza/ afila su cola/ y espera/ la mirada/ fija/ en el cuervo/ o en el violín/ a que pasen/ las horas/ y ya no sienta/ sino/ que no queda/ nada/ bajo sus patas.” Estilo que más bien se adhiere, aunque más extático, como una elevación mística nihilista casi en despegue, a la poesía de Blanca Varela y, también a Rosella di Paolo. Es decir, la presencia de la poesía japonesa, del hayku, de la poesía zen, de la poesía italiana, de la poesía mística del Siglo de Oro, de la antipoesía, y de la poesía irónica y pop de Luis Hernández. Un estilo donde la poeta se oculta aparentemente en una objetividad, en una mirada fría, desapasionada, en la palabra directa e inteligentemente irónica.

En "El Jardín de los Amables Espinos" habitan una serie de animales y seres humanos en un mismo rango o categoría. La vegetación igualmente, y el clima. Todos somos víctimas del tiempo. Y todos habemos de convivir con reglas, con costumbres, con ritos, con instintos, escabulléndonos de la muerte a veces, otras veces aceptándola. Dice en el poema ¿Por qué mueren los árboles?: “me alimento/ durante la estancia/ con brea caliente/ que luego secó/ y crecí en el jardín/ de los amables espino.” Quizá este sutil oxímoron del amable espino resuma el efecto de esta poética que nos revela los contornos y los vacíos de una vida concreta, real, cercana, y que vemos todos los días, pero que no vemos en realidad. Algo que nos recuerda a la poesía de Emily Dickinson, es el detallado catálogo de imágenes y metáforas, nacidas de una profunda observación de la naturaleza, con una imaginación juguetona y un pensamiento ingenioso. Observemos este poema de Dickinson:

EN MI JARDÍN AVANZA UN PÁJARO
En mi jardín avanza un pájaro
sobre una rueda con rayos -
de música persistente
como un molino vagabundo-
jamás se demora
sobre la rosa madura -
prueba sin posarse
elogia al partir,
cuando probó todos los sabores -
su cabriolé mágico
va a remolinear en lontananzas -
entonces me acerco a mi perro,
y los dos nos preguntamos
si nuestra visión fue real -
o si habríamos soñado el jardín
y esas curiosidades -
¡pero él, por ser más lógico,
señala a mis torpes ojos -
las vibrantes flores!
¡Sutil respuesta!

Quizás esta lectura a la poeta norteamericana resulta ser un homenaje a todos los jardines poéticos del mundo. Más que un acercamiento a la poesía en sí de Castañeda. A diferencia de Dickinson, que se aproxima a una poesía mística y visionaria, la poesía de Castañeda está más ligada a lo terrenal y sus avatares cotidianos, situados en una realidad desacralizada, sin embargo, no exenta de elevaciones líricas. Lo que las liga es también el imaginario del mundo cercano e íntimo como es el del hogar. A diferencia de la poesía épica o total de su coetáneo Walt Whitman, Dickinson practicaba el tono menor. La voz de Arianna Castañeda se nos presenta, entonces, como una nueva y muy interesante vertiente clara y directa en el nuevo espectro poético, es quizás la voz más lírica.


4. Las Dos Caras De Eva

Bachelard hablaba de los elementos, y entre ellos, del agua. Bajo sus mil formas, el agua da motivos a la imaginación para dejar allí su sustancia privilegiada, el agua es, lo cito: “una sustancia activa que determina la unidad y la jerarquía de la expresión.” Y se presenta, en palabras de Eva Velásquez: “como una ola azulada/ agitada por el aire/ acariciada por él/ hasta llegar a la orilla”. El agua siempre encuentra una orilla, la orilla en que se juntan los elementos, movidos por aquel eros alado del que nos habla la poeta sobre todo en la cuarta y última sección de su "Oleaje".

La poesía, que es expresión, y aventura ensimismada mediante la palabra, encuentra en el agua el elemento más cercano a su no-ser en su inquieta ansia de ser. “Estoy buscando/ la hora en que apareces/ como nube de viento”, dice la poeta que se despoja de su persona en el poema Destino, que abre el libro, para, con este rito inciático, aceptar el otro destino del arte de la poesía, porque solo desnudo o desnuda se debe sumergirse en la palabra, en la senda de la ilusión, hasta llegar al fondo. Y es que el agua, como la poesía, siempre está en movimiento, el movimiento que crean en conjunto todos los elementos y el eros: “como los colores/ de las armonías vírgenes/ que besan a Dios”, dice la poeta chimbotana en este poema inicial de este su primer poemario.

La poesía comunica, el agua mezcla. La poesía no dice nada o, en todo caso, le habla a ese dios que conocemos sólo por las interrogantes graves de la vida, por las inmensas preguntas celestes. El agua, en cambio, es fuente de vida, es anárquica, no tiene preguntas, dudas, siempre es, aunque sea nube o pantano, aunque no sea nada. “Despierto entre brumas extraviadas/ en un pantano oculto en mi conciencia”, dice la voz extraviada de la poeta, que va tomando conciencia de esa otra voz que es la de su poesía, de su aventura de vivir, que es la aventura de exilio y del absurdo de una búsqueda en donde se sabe que el final está en el mismo principio.

Decía Bachelard que en Edgar Allan Poe el elemento agua es un agua pesada, más profunda, más muerta, más adormecida que todas las otras aguas dormidas, que todas las aguas muertas, que todas las aguas profundas que encontramos en la naturaleza. En este Oleaje el agua es todo lo contrario. La poesía y la ensoñación de Eva transcurren desde el aire, en forma de nubes, o por desiertos sin sombras, y van cayendo, en ríos, como El Santa, o en calles húmedas como Quilca. Es agua de sol, de necesidad de transparencia, de cierta búsqueda de inocencia divina; es por eso que dice del amor en su poema Hostia: “puro fértil sediento de lluvia/ consagrado a la gloria/ de la primera vez”.

También, la poesía de Eva Velásquez, es agua que hurga en las imágenes oníricas y en las del fuego interno de la pasión: “salada/ viscosa/ engomada/ de un sexo/ abierto”. He aquí, atención, las dos caras que menciono en el título que le he puesto a esta presentación. El eros de la naturaleza que se trasciende en su fin, en su orilla. El eros que corre en el agua, que conduce al agua en su aparente desvarío. Son las dos caras de la hoja que cubre el sexo o la palabra prohibida. Y es aquí cuando Eva muerde el fruto prohibido y suelta la lengua. Pecado es nombrar las cosas que dios no quiso dar nombre, ese pecado es la poesía. Y la poesía es el reencuentro con el paraíso perdido.

Siguiendo con Bachelard: el agua imaginaria realiza el ideal de una ensoñación creadora porque posee lo que podríamos llamar el absoluto del reflejo: “la mariposa vuela hacia las olas/ corre sus ondas/ abre sus alas/ moja su rostro/ tímido/ helado/ no admirado”, así empieza el poema Mariposa, perteneciente a la segunda sección. El reflejo, luego, invierte el tono de su belleza, lo embellece, vuelve perfecto a la imperfecta mariposa. Ese reflejo del mar de Chimbote escrito en los versos de Eva, que es todo el poemario, nos remite a un territorio íntimo, en el que se dice que más real es el reflejo que lo que es la historia de una ciudad, o sea, que su realidad misma. Y es porque la poesía es el imperio de la subjetividad que invade a la vigilia, el agua en su joven limpidez en el que las palabras cobran nueva vida. “Con maquillaje etéreo/ devuelve una sonrisa/ por siempre”, así termina Girasol, otro poema de esta sección.

Contemplar el agua es derramarse, disolverse, morir, continua Bachelard. La ensoñación cerca del agua nos reencuentra con nuestros muertos, y muere, también ella, como un universo sumergido. La poesía es, entonces, además, y por si fuera poco, ese universo que nos señala el amor, donde está perenne la memoria, el atardecer en La Punta, la noche de marzo, el río acrisolado del padre, la casa del 2 de Junio.

Bachelard señala además que el sueño le da al agua el sentido de la patria más lejana, de una patria celeste. Chimbote es, en los poemas que componen el Oleaje, aquella patria lejana, al que se vuelve con el sueño, el ensueño o la poesía. Eva dice: “caminó y corrió/ buscando una utopía/ que despierte sus jardines de grandeza/ retornó llevando/ una ciudad/ humedecida/ apasionada/ por el olor de la fortuna/ que existía en un cristal/ de mar y acero.”

Este reencuentro con la esencia de las cosas, con el origen de las palabras, con la ciudad lejana, es este mar de Chimbote a través de la poesía de Eva Velásquez, a través de una sola orilla entre las hojas que componen este libro lleno de pecados, de sueños y memorias.

Y parafraseando a Olga Orozco al dedicarle un poema a Pizarnik, se le podría decir a Eva: “Pero otra vez te digo, ahora que el silencio te envuelve por dos veces en sus alas como un manto: en el fondo de todo jardín hay un jardín. Ahí está tu jardín, Eva. Talita cumi.”


5. Zona Nerópolis

Desde su primer libro de poemas publicado en Lima en 1991, "Zona Dark", Montserrat Alvarez mostró una voz madura, ¿qué significa esto más allá de un cliché que se suele otorgar al joven poeta prometedor? Significó en Montserrat aportar a la poesía peruana una obra coherente y novedosa en muchos aspectos. Si bien su registro estilístico recogía de nuestra tradición el simbolismo y la ironía antiburguesa de un Antonio Cisneros, y el coloquialismo y el universo pop a lo Luis Hernández, y la postura inconoclasta del malditismo del ochenta, por citar algunos rasgos cercanos y conocidos, el aporte mayor consistió en su visión descarnadamente individualista de poeta, que ha procesado aquella escisión entre el artista y su sociedad que se venía desgastando en una retórica que se hablaba a sí misma si es que no se creía asumir una voz colectiva. Muchos de los paradigmas que encumbraron grandes obras de arte dejaron de serlo por completo a fines de la década anterior a la del 90, y es desde allí, desde esa “Zona” oscura de donde salió esta nueva voz para denunciar su fin, pero también su apuesta por algo nuevo.
Muchos de aquellos rasgos que hallamos en su primer libro siguen vigente en su posterior trabajo, lo cual demuestra aquella madurez de sus inicios, que se caracterizaba además por una voz segura y desafiante, capaz de enfrentarse a discursos hegemónicos - a idiosincrasias estúpidas, como la hipocresía moral imperante -, producto de una reflexión acerca de lo que es la poesía, lo que es la historia de la poesía, lo que es el hombre y la época, el contexto siempre violento y las cuestiones metafísicas por las cuales ha seguido su derrotero con más profundidad. Montserrat fue consciente desde un principio que para ser poeta hay que saber pisar tierra, hay que saber tomar una postura, posicionarse en el mundo.
Para entrar a los poemas de la presente antología y a aquellos rasgos que los caracterizan, vale destacar dos aspectos que vienen enriquecidos por la formación filosófica de la poeta, la cuestión reflexiva sobre lo metafísico (en cuanto a los temas sobre lo estético, la belleza, el bien, la ética) y la mirada crítica de la sociedad de su tiempo. En la antigüedad poesía y filosofía, o filosofía y poesía, iban de la mano, y es Platón quien establece una idea antagónica del arte, del artista y de la realidad. Su enfoque tiene que ver con su teoría de las ideas: “Una flor bonita, por ejemplo, es una copia o imitación de las ideas universales de flor y belleza. La flor física es una reproducción de la realidad, es decir, de las ideas. Un cuadro de la flor es, por lo tanto, una reproducción secundaria de la realidad. Esto también significa que el artista es una reproducción de segundo orden del conocimiento y, en realidad, la crítica frecuente de Platón hacia los artistas era que carecían de un conocimiento verdadero de lo que estaban haciendo. La creación artística, observó, parecía tener sus raíces en una inspirada locura.” Platón expulsó a los poetas de la polis, de su República. Sin embargo, Platón logró una poderosa fuerza lirico-poética en sus obras, y en aquella tradición han seguido filósofos como Pascal o Nietzsche. Desde el lado de los poetas solo mencionaré al poeta maldito y simbolista francés Charles Baudelaire. Sus aportes al campo filosófico son muchos y ahondar sería extenderse, pero sí vale mencionar algunos, como el descubrimiento de materias vedadas en el arte como la ciudad, la bohemia y el hastío, temas hasta entonces silenciados, lo que le valió la censura académica. Baudelaire cambió el concepto de belleza o, en todo caso, demostró que lo feo tenía relación con la estética.
Si para los románticos la belleza era tomada de la naturaleza, para Baudelaire el arte supera a la naturaleza porque en él "queda transformada por la imaginación donde es corregida, embellecida, refundida". Mientras el romanticismo exaltaba la naturaleza salvaje, Baudelaire habla en ocasiones de elementos de la naturaleza sólo como imágenes y símbolos de otro tipo de realidades de tipo espiritual.
El primer poeta de la modernidad, como llama Octavio Paz a Baudelaire, se inspira en la ciudad, sus habitantes anónimos, sus miserias humanas, sus placeres, sus sueños. La ciudad es la zona de encuentro entre la multitud y la soledad. Dice: "Quien no sabe poblar su soledad tampoco sabe estar solo en medio de una atareada multitud".
Si bien encontramos estos rasgos en mucha de la poesía moderna, llámese Poemas Humanos o Habitación en Roma, para mencionar a dos obras cercanas y conocidas, en Montserrat encontramos a una poeta profundamente metafísica y moral como Baudelaire, pero a diferencia del francés los poemas de Montserrat buscan el diálogo entre los seres, y este rasgo va a ir creciendo en su obra como se puede ver en la presente antología. A diferencia de Baudelaire la poeta se acerca a sus personajes, y, aunque de manera desafiante, propicia una reciprocidad; no busca el anonimato como el poeta de las calles de Paris, sino busca proclamar su verdad. La superación de aquel decadentismo francés significa que el poeta ahora es el objeto de sí mismo, sin quitar su postura superior ante esa multitud y sin dejar de ver a sus observados o perseguidos un Otro.
Otra afinidad con el poeta de Las Flores del Mal o Spleen en Paris, y aparte también del culto por lo nocturno, es su relación con lo demoníaco. Para Baudelaire la belleza es desgraciada (decrépita, celda, infierno, prostíbulo) y el mejor ejemplo es Satán. El poeta es un sujeto dividido entre Satanás y Dios. Las cortesanas y bandidos proporcionan placer aunque el profano ordinario no los sepa apreciar. De esa mezcla se experimenta al mismo tiempo tanto lo sublime y como lo sórdido. Unir el amor y el mal, por tanto, es lo que chocaba a la moral burguesa.
Montserrat se reconoce en esa tradición como en el poema Alta Suciedad: “Sé que carezco de principios/ y que frecuento abismos/ mientras vosotros yacéis/ en limpios, decentes lechos,/ entre lujosas sábanas, con la conciencia recta”.
La ironía está presente como arma para desenmascarar a los otros y a sí mismo. “Todo hombre bueno genera _ oh paradoja _/ precisamente aquello que quiere destruir/ las más bajas pasiones, el odio más siniestro.” Desde este primer poema de la presente antología, titulada Paradoja, la poeta establece un reto al lector para que sepa encaminarse en un mundo de falsas realidades o erróneas interpretaciones, como en este poema en el que el hombre se reconoce como su propio enemigo. En Vegetación Miraflorina y Circe apunta su crítica a la falsa belleza y a las mezquindades de la vida burguesa del cual la poeta se siente muy aparte, “somos los desterrados/ de la vida”, dice en Metamorfosis, aquel poema donde “Gregorio Samsa se despertó y vio que sus /manos/ ya no eran de carne y hueso sino precarios recortes/ de papel”. Si el hombre bueno es también el destructor de lo bueno es que todos somos culpables, “de nada me quejo: en este mundo/ jamás hubo una víctima: solo existen culpables”, dicen los primeros versos de Monólogo de Marilyn Monroe Antes de Suicidarse.
Ars Poética de Zona Dark, antalogado en el presente libro, nos resume su propuesta. Una poesía directa, que usa lo necesario en cuanto a imágenes, metáforas y símbolos para revelarnos un mundo más verdadero, más soportable y lúcido. “La poesía debe ser como el amor”, nos dice a pesar de la aparente frialdad de sus versos. “Que haga daño y muerda/ sin llegar a romper/ ni a romperse”, o sea, con una carga de ilusión que permita el proseguir o el perfeccionar la realidad como decía Baudelaire. Pero luego va su ruptura: “a veces la poesía debe llegar más lejos que el amor/ y más lejos que todo/ y romper cosas”, es decir trascender, romper hasta sus propios esquemas. Esto nos trae otra vez la paradoja de que así como el hombre bueno genera aquello que quiere destruir, el poema también guarda en sí las armas de su propia destrucción, que subliminalmente podríamos llamar su anhelo de trascendencia.
En el poema Tomates Tomates… de Cuatro Poemas y un Manuscrito, de 1993, encontramos que el camino de la materialidad y el de la espiritualidad no son necesariamente opuestos: “De verdes anhelos está llena mi alma”, nos dice. El cuerpo es espíritu y viceversa.

(Nota Final: En un primer tiempo, "alma" significaba "soplo vital"; después significaba "imagen en los Hades", un tipo de menor existencia. De acuerdo con el orfismo, significaba "demonio". A partir de Sócrates, el "alma" se ha convertido en nuestra propia personalidad: nos identificamos con nuestra alma. Según Sócrates, podemos subdividir el bien y el mal en tres categorías: a) del alma, b) del cuerpo y c) del externo. El cuerpo es herramienta y cárcel para el alma. Dinero, por ejemplo, es un bien externo. A veces, Sócrates (y Platón) parece rechazar el bien para el cuerpo, el bien material, prefiriendo el bien para el alma; pero, a veces, parece que acepte ambos. A Sócrates, por ejemplo, le gustaba el vino. Esta ambigüedad entre los bienes para el cuerpo y para el alma puede ser explicada diciendo que todo tipo de bienes es bueno hasta que éstos no se contrasten: la búsqueda del placer físico se convierte en mal cuando lo situamos antes del placer intelectual. Esto vale también para las relaciones entre el cuerpo y el alma. Sócrates y Platón no odian al cuerpo: lo aprecian, porque trabaja para el alma.)


6. El Árbol De La Memoria

El árbol ha tenido una importancia fundamental en la religión y la mitología desde los albores de la humanidad. Para los celtas, la encina era sagrada. El fresno era un árbol mágico para los escandinavos. Los pueblos germanos veneraban el tilo. En la India sagrado era la higuera, llamado ficus religiosa, lo mismo que la palmera lo era entre los hebreos y los árabes. Los chinos veneraban a tres: el bambú, el ciruelo y el pino. Y es que el grado máximo de armonía viviente es vegetal antes que animal. La copa del árbol aspira al cielo, y sus raíces sujetan el infierno, mientras que el tronco viene a ser la tierra, el puente entre esos dos mundos. El árbol, por tanto, es el articulador de estos estratos o niveles, el modelo más acabado de síntesis orgánica. Y por esta capacidad para unir los tres mundos: subterráneo, terrestre y celeste, el árbol se constituye también como eje, axis mundi.

El árbol como viviente modelo cosmogónico es de los símbolos más antiguos y ello porque como decía Bachelard: “El árbol es un nido en cuanto un gran soñador se esconde en él”. La cualidad de aquel “gran soñador” es la de la sublimación pura, sublimación pura que nos vuelve al origen mismo del ser a partir de la nada, a esos tiempos míticos en que los árboles eran dioses, cuando áureo florecía el árbol de la gracia. Esa sublimación, a su vez, es el origen de la alegría más pura, la alegría de encontrarnos en un mundo con sentido, maravilloso y encantado. La categoría áurica del árbol en todas las culturas ha representado a la inmortalidad. Y aquella otra, la de la gracia, nos remite al gratuito y sobrenatural don que se vislumbra en el cristianismo con la figura del árbol del bien y del mal. Este árbol es símbolo de la vida, del espíritu y del paraíso edénico.

"El Arbol" de Reinhard Huamán Mori está más cercano a este árbol primigenio, el panteísta de las estaciones y ciclos solares, que al introspectivo y abstracto Arbol adentro de Octavio Paz, que es símbolo o metáfora del pensamiento; el árbol de la razón poética, pero razón al fin y al cabo: “en la noche del cuerpo./ Allá adentro, en mi frente,/ el árbol habla./ Acércate, ¿Lo oyes?”, dice el poeta.

Tampoco es el que indaga en el ser, a través de la mitología, impulsado por la fuerza irracional y fluctuante de Eros y Thanatos, donde es importante la presencia del yo poético, tal como el Arbol de Diana de Alejandra Pizarnik. Aquí la figura de la cazadora Diana ayuda al yo lírico a enfrentar a las fuerzas que amenazan la integridad de su ser, ella es deidad dadora de luz y bendiciones, pero también de muerte y perdición. No es el árbol que estamos presentando poética angustia y la salvación existenciales.

Nos hallamos, entonces, en el viaje de la contemplación a través de la memoria, en un imaginario donde el asombro poético va más allá de lo racional e irracional. Para la liberalización de su ser, el poeta reinventa un árbol, es decir reinventa un mito, ¿qué es sino la poesía en estos tiempos de miseria? Aquel “Y/ sin embargo” con que inicia el libro, es la afirmación de una ausencia, el vestigio de una antigua batalla eternamente inconclusa del hombre: la batalla del tiempo. Como primera travesía la palabra nos remite a un illo tempore, de “dinastías que se entierran/ en ciudades” y “ciudadelas que se pierden en rescates”, con la finalidad de restituir “el don primero de las cosas”: aquellas esencias fundamentales “donde brota el cedro sin semilla/ la historia/ su anatema”.

Para Charles Baudelaire la imaginación creadora empieza descomponiendo y deformando y luego recompone las imágenes de acuerdo con sus propias leyes. Es así que entramos a las edades del árbol, a esas “lejanías que nos brotan/ con el ritmo reposado del/ otoño”, en la “mocedad del hierro”. El poeta recoje la “la huella de una imagen/ reflejada en otra imagen”, hasta alcanzar una edad inicial en que “aún los gajos no eran/ bosques”, cuando el “Árbol” se levantaba con “una encrucijada”. La poesía busca recobrar aquel tiempo en que el hombre y su entorno eran uno, cuando no existía lo “artificial”, antes de su caída.

Señalaba Walter Benjamín que detrás de la construcción de la historia que hacen los grupos dominantes tenemos las ruinas, los documentos de cultura según la mirada del vencedor. Decía el filósofo: “jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie”. Con la caída de las hojas del árbol empezaron “sus primeras migraciones”, “el mutismo”, “las sucesiones”. Aquí es cuando empieza la caída, cuando dios expulsó a Adán y a Eva, cuando echó al hombre del paraíso, de la eternidad de la inocencia, inventándole el tiempo. Nos dice el poeta: “entonces nos cubríamos/ la espalda/ con la mesura de sus/ hojas”. Entonces esa caída brotó el conocimiento: “de las escamas de la/ tierra/ nos brotaban sus eternas semejanzas”. Las estaciones van y vuelven: “en las grietas de/ su rostro/ y en las curvas de su lomo/ se nos parecía un tronco fuerte/ se nos parecía un/ tallo hermoso”.

Este peregrinaje hacia la memoria humana y su relación con la naturaleza primigenia, no es una nostalgia por un mundo ideal, sino la búsqueda de la totalidad perdida, el anhelo de recobrar la unidad del ser. Esta plenitud de vida es árbol en movimiento, “origen y destino de una/ breve danza”. Nada puede detener sus eternos ciclos: “quién pudiera detener/ su cuerpo entero/ y la fuerza de su/ trompa”. El árbol divino entre “ofrendas/ cantos/ y presagios”, pero también, como ya se dijo, en su condición de axis mundi, es lo más terrenal: “la tierra gira/ y/ muda de corteza/ y en el Árbol/ apenas el sonido/ —sus despojos”. El árbol, en la mirada poética, crece boca arriba y boca abajo porque es símbolo de plenitud humana y cósmica, en un movimiento eterno de retorno, en donde vida, muerte y resurrección no solo son plasmaciones de las estaciones humanas, sino el movimiento perpetuo de una pasión elevada para que el esplendor del amor, de la vida, pervivan a través de todas las épocas. “de sus pelos verdes/ cuelgan frutos”, dice el poeta, pero el esplendor también retrata la decadencia, pues es condición para que se anuncie una nueva época dorada. Esa es la metáfora y la lección de El árbol de Reinhard Huamán Mori, la de la esperanza de que volvamos a reencontrarnos con nuestras esencias divinas.


7. Mi Cuerpo Es Una Celda

Cinéfilo, cinépata, cinéfago, cinesífilitico, son palabras que expresan una sola pasión que es la del amor al cine, aquello que ha hecho que el escritor chileno Alberto Fuguet sea el director y el montajista de esa “Autobiografía”, "Mi cuerpo es una celda", del escritor, crítico de cine, cortometrajista y dramaturgo colombiano Andrés Caicedo, nacido en Cali en 1951 y muerto en 1977.

La otra razón, no menos imperiosa, para que Fuguet realizara este documental en palabras escritas con las palabras de Caicedo, incluido tres bonus tracks, es que lo considera “el primer enemigo de Macondo”. Andrés Caicedo fue uno de los primeros o el primero en hacer narrativa urbana en Colombia, y esto en pleno apogeo del boom y de las Ursulas Iguarán y las Remedios la Bella, con García Márquez a la cabeza.

Yo sospecho que Fuguet no cree en mitos ni leyendas. El mito o la leyenda Caicedo no fue una razón para que el director y montajista de esta “Autobiografía” haya ido hasta Cali, a hurgar en cartas, diarios a medio terminar, libretas, cuadernos argollados, críticas de cine, artículos de prensa, dejados, inéditos o publicados, para la posteridad por este disciplinado suicida que fue Andrés Caicedo.

Al leer, al avanzar cronológicamente, "Mi cuerpo es una celda", uno ve al joven fan de los Rolling Stone, al prolífico escritor, al cinéfilo, al hijo, al hermano, al amante frustrado, al insomne, al desesperado (con “esa enfermedad mortal” que decía Kierkegaard, esa “enfermedad del yo”, ese “morir eternamente”, “morir sin poder morir”), y también vemos al aventurero; en otras palabras: al ser humano, tan solo y solo Andrés Caicedo, vulnerable y genio, en su doble celda: la de su cuerpo y la de la ciudad de Cali. Con esa circular C que es del Cuerpo, de Cali, de Celda y de Caicedo. Una ganzúa que le punzaba, que no le permitió en vida abrir la puerta de esta celda para ser libre por fin. Fuguet, con este libro, ha sido consecuente con esa libertad que anhelaba Caicedo, ha dejado que Caicedo sea él.

Aparte de un gran escritor precoz, vemos a un intelectual lucido, que, consciente de su genialidad, supo que con sus textos podía asegurar el camino para que esa libertad transite sin contemplaciones, sin voltear atrás, hasta traspasar las barreras de Calicalabozo. Por eso los cuidó y guardó celosamente. Y desde aquel 4 de marzo de 1977 (el mismo año en que el poeta peruano Luis Hernández también perennizaba su juventud arrojándose a unos rieles en Buenos Aires), libre ya de los conflictos con su padre, los rechazos de todo tipo, vemos a un Caicedo íntegro, que no necesitó hacer un pacto con diablo como Mick Jagger para mantenerse siempre joven; sino que, mediante un pacto con las palabras, aseguró su juventud más allá de esa infinita celda en el que estamos todos en este momento, y que es la vida.

Son esas palabras las que ha puesto como protagonista Fuguet en "Mi cuerpo es una celda". Palabras descarnadas de alguien que lo vio todo muy pronto, con demasiada sensibilidad, con desesperada soledad. Vemos documentalmente cómo el dolor va invadiendo al cuerpo, mediante insomnios, mediante incomprensiones, mediante unas ganas terribles de vivir en el arte. Pienso en El zorro de arriba y el zorro de abajo de Arguedas, o en Carta al padre de Kafka, o en el libro de Sartre sobre Flaubert, o en Antes que anochezca de Arenas.

“Soy un hombre melancólico”, se definió, y aquel melancólico vivió en una ciudad “ramera”. Caicedo quería salir de ese “infierno”, que ese infierno alguna vez abra la puerta a los “desesperados”. Y aunque intentó ubicarse en los Estados Unidos, igualmente el infierno estaba allí: “Sí, Rosarito, estoy tratando de salir de la maraña de mi fantasía: siempre buscando la manera de estar en alguna parte en calma. ¿Hasta dónde tiene que buscar un hombre? Digo, para sentirse que está donde pertenece.” Volvió a Cali, y al tiempo escribió: “Esta ciudad me aprisiona e intenta destruirme (…) Pero no puede durar, esta situación no puede durar más. Me iré de aquí o me encerraré o encontraré el camino del arco iris, como dicen, pero tengo que hallar la forma para que cese este dolor.”

Ese dolor cesó, como ya se dijo, el 4 de marzo de 1977, y ahora Andrés Caicedo vive aquí, en sus relatos, en sus cartas que dejó para que las leamos todos, y viven sus historias (con Angelita, Miguel Angel, Miriam, Ricardo González…), y viven sus proyectos inconclusos, y vive su cariño, su cine club, su Ojo al cine. El dolor ya no vive en él. El dolor es una mala película en blanco y negro, el dolor es un corto tan corto, y la libertad de Caicedo es un film que nunca acabará.

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