“HISTORIA
DE AMOR Y DE CANÍBALES”
Por: Miguel Ildefonso
En
mí todo era hambre, el mismo hambre de las moscas y los zancudos, la misma
delectación de la carne y la sangre. De un solo bocado quería devorar toda esa
miseria que circulaba por la ciudad a esas horas de la noche. Por eso envidiaba
la antigua concupiscencia de las ratas, su estoica destreza para suplir la luz
por la náusea y sus bazofias. Cada noche enterraba lo que quedaba del amor
después de haberme saciado. Enterraba unos mechones de cabellos, algunos
huesos, los más gruesos y duros como el sacro, el coxis, el iliaco, el
omóplato, el fémur y el cráneo. El amor, comprendí, era ese hambre insaciable
de los caníbales. Era tan natural amar como era cotidiano abrir por la mañana
la refrigeradora y sacar una botella de leche antes de leer el periódico. Para
conseguir a mis víctimas mi vida se fue convirtiendo en un adquirir las
costumbres del felino. Podía escoger entre un tigre, un león o un leopardo.
Pero aquí empieza la historia, porque ninguna de aquellas bestias pude ser
cuando conocí a Virginia. La historia, llamémosla así, mi historia con
Virginia, empezó en una de esas discotecas del centro de la ciudad a donde
solía ir para encontrar el amor. Miserables discotecas que funcionaban en
viejas casonas.
En
la discoteca Cerebro conocí a Virginia. Vestía minifalda, toda de negro,
cubriendo apenas su palidez. Sin mirarme a la cara aceptó bailar conmigo.
Bailamos algo de The Cure, luego le invité una bebida. No nos despegamos en
ningún momento porque muchos otros caníbales estaban al acecho, esperando un descuido
mío para arrebatármela. Íbamos a empezar a bailar una lenta de U2 cuando
Virginia, antes que yo pudiera percatarme de su deseo, colocó sus brazos sobre
mis hombros y, sin quitar sus ojos clavados en los míos, me llevó contra una
pared. Sentí su lengua en mi boca. En ese momento le hubiera dado el primer
mordisco, pero me contuve al sentir su muslo izquierdo alzándose entre mis
piernas. Era como una contracción, un vacío en el estómago, algo como un grito
de niño atrapado en mis crujientes tripas lo que me frenó. Hasta ese entonces
creía que el amor de los caníbales era masoquista; porque en el fondo, juntito
al corazón --- pensaba ---, ellos, o
mejor dicho, nosotros, queríamos ser los devorados. Y al no causar en nadie ni
siquiera la tentación o una segregación extraordinaria de saliva, creía que nos
poníamos en lugar de la víctima para comernos, convertidos en nuestras propias
víctimas, como si hubiera habido una transubstanciación. Así me imaginaba a mí
siendo devorado: tiras y tiras mis carnes bajo la luna.
A
estas alturas de la historia cabe decir que a los caníbales nos gusta comer de
noche y en soledad. No nos avergonzamos de ello, todo lo contrario, es nuestro
orgullo poder mirar en la oscuridad lo que nadie ve por estar más preocupado en
encontrar la luz, la luz por la luz, “más luz” como dijo Goethe antes de morir.
Pero lo que primero fueron malas circunstancias, procedimientos equivocados por
la sobrexcitación ante ese fastuoso cuerpo, irrupciones torpes de goloso ante
aquel delicioso banquete; después fue algo extraño e incomprensible, una mezcla
de temor y sensación de eternidad que me producían sus miradas, sus besos, sus
palabras. Todas las causas y los azares objetivos y obsesivos se conjugaron en
ella, y el descubrirlo, me di cuenta, podía costarme sus blandas carnes, sus
riquísimos senos, sus jugosos glúteos. Virginia había demostrado ser un hueso
duro de roer.
Ella
siempre quería que nos viéramos en mi departamento. Yo nunca había llevado a
mis víctimas para hacerlo allí, porque temía que antes pudieran abrir el
refrigerador y se asustaran con lo que podían encontrar. Recuerdo claramente la
noche, garuaba como sólo garúa en esta maldita ciudad. Vi por la ventana a
Virginia bajar del taxi y correr hacia el edificio. Al abrirle la puerta me
esperaba como sabía que me iba a gustar: una sonrisa, bajo un abrigo negro una
minifalda roja y las piernas abiertas. “Así que aquí es tu cueva”, me dijo
moviendo despacio la cabeza como afirmando en forma irónica el haber obtenido
una victoria más. Me fijé en el cigarrillo encendido que tenía en su mano
derecha, me di cuenta que por primera vez ya no llevaba el piercing en su
ombligo, y todo eso me hizo recordar aquel pensamiento que dice que el caníbal
es el niño que sobrevive en el hombre. La cena aún no la tenía lista. Hasta esa
fecha sólo había sido besos con lengua, arañazos, y a veces con delicadas
mordidas. Tal vez mi primer error fue regalarle una pulsera, un acto muy tierno
de mi parte. ¿Cómo es ella?, me preguntó la vendedora detrás del mostrador. Es
bella, respondí instantáneamente, como si hubiera ya adivinado en sus ojos lo
que me iba a preguntar. “Es bella porque no tiene misterio”, dije en mi mente
cuando cenábamos esa noche, mirándole la pulsera que le había regalado días
atrás, mientras ella me hablaba de sus clases en la Universidad. La garúa había
cesado hace rato y de pronto las velas pestañaron porque una fuerte explosión
hizo retumbar el edificio. Las balas no se escuchaban tan lejos. Me levanté de
la mesa. ¡Apártate de la ventana!, me gritó aterrorizada Virginia. Yo quería
saber en dónde había sido el atentado, pero todo era oscuridad afuera, y por
primera vez no vi nada en la oscuridad. Felizmente nosotros ya teníamos las
velas encendidas. Y sin importarnos ya lo que pasara afuera, nos echamos en la
alfombra e hicimos el amor toda la noche.
Olvidaba
decir algo importante: que Virginia era vegetariana. Sí, esa primera noche en
mi departamento, cuando celebrábamos una semana de habernos conocido, apenas
probó el jugo del buen trozo de cerdo que había yo preparado con esmero
especialmente para ella. Pero las papas, la ensalada, las frutas del postre, sí
que se las devoró con apetito. Sin que ella pudiera percatarse, la carne en mi
plato era de otra especie; mejor dicho, era el último bocado que me quedaba de
la vendedora de la joyería donde compré la pulsera para Virginia.
Entre
caníbales nos olemos, sabemos reconocernos. No lo sabría explicar completamente
cómo, pero inmediatamente reconozco al caníbal. Me tropiezo con varios en la
calle: él me mira con una especie de odio, asco y socarronería, y de seguro que
yo lo miro igual. Difícilmente podemos hablar entre nosotros, pero si la
situación lo exige no queda otra cosa que hacerlo. Con relación a la historia
de Virginia, puedo contar ahora lo que me pasó una noche en un bar. Había
discutido con ella en la tarde, todo a partir de mis burlas que le hacía por lo
que comía. Nunca pensé que lo pudiera tomar demasiado en serio. Pero pasó, me
dijo que yo era muy insensible, que de todo me reía. Yo me encontraba ya por el
segundo vaso de whisky en aquel bar. Indiferente veía en el televisor los
informes sobre los últimos asesinatos, hasta que el barman cambió el canal a un
partido de fútbol. Era un caníbal viejo, ex policía. Lo primero lo supe apenas
entré al bar y lo segundo cuando, luego de pedirle el tercer vaso, me adivinó a
medias el pensamiento. Se rompió el interdicto de nuestra intolerancia y empezó
a contarme su historia, una historia muy larga para contarla aquí. En resumidas
cuentas, para mi mal de amor, para que sin más contemplaciones pudiera comerme
a Virginia, lo que me quería decir era que no me preocupara, que con tantas
desapariciones y asesinatos de todo tipo, jamás podrían ensañarse únicamente
con los caníbales. Era lo último que la policía podía hacer. Hasta me dijo que
no era conveniente para el país. Caníbales habían en las más altas esferas
políticas como en el Congreso por ejemplo. Finalmente empezó a darme unos
consejos, y hasta ahí lo aguanté; pagué la cuenta y me largué.
Me
reconcilié con Virginia cuatro días antes de navidad. Quedamos en vernos otra
vez en mi departamento al que adorné con cientos de pétalos de rosas rojas.
Pétalos esparcidos en las mesas, los estantes y por toda la alfombra. La cena
ahora era italiana, acompañada de vino tinto. Esta vez yo comí lo mismo que
ella, sólo vegetales y sólo por darle gusto, al menos eso creí entonces. Yo
sabía que sus besos me hacían perder la cuenta de mis errores, y aún así me
gustaban. Ya no me importaba seguir fallando en mis procedimientos de felino si
los fallaba con ella. Luego de cenar y bailar pegados una canción de James,
tirados ya en la alfombra, abandonados del mundo, abandonado de mí mismo,
abandonado en ella, empezamos a hacer el amor. Si afuera estalló otra bomba o
si sonaron balas toda la noche, ya no eran de nuestra incumbencia. Tenía el
equipo en alto volumen con temas de Front 242, Joy Division y Nirvana; tenía el
cuerpo desnudo e infinito de Virginia entre pétalos rojos. Sin ninguna culpa
por traicionar mi canibalismo o por aquel ritual sublime que estaba sucediendo
en mi departamento, reconocí, en medio del éxtasis, que éramos los únicos
habitantes felices en muchísimos kilómetros a la redonda.
Una
tarde que fui a recogerla por primera vez a su universidad, en la entrada
Virginia me estaba esperando con un short de jeans desteñido y una camiseta
blanca muy ceñida, junto a sus dos mejores amigas, muy apetitosas por cierto, y
un tipo muy delgado y alto, que era su mejor amigo. Había sol, y sin pensarlo
mucho fuimos a la playa por el ceviche y las cervezas. Allí me daría cuenta de
que ya no tenía ninguna salida. Fue en el sunset en el momento en que saqué del
auto el libro que había comprado camino a la universidad de Virginia, Goethe y los griegos, un libro que el
caníbal viejo del bar me había dicho donde comprar y que, por resistirme a
seguir algún consejo de él, no lo había hecho hasta entonces. Yo creía que las
mejores cosas venían por el azar, y las maravillosas por fuerzas superiores que
venían a través de los caníbales. Yo me tenía todavía confianza hasta que
Virginia, con esa suave voz que me hace temblar con el mismo cosquilleo de la
primera vez que la oí, me dijo, apenas yo empezaba a leer las primeras líneas
del libro, en esa arena tibia, y con el mar y las gaviotas como testigos, que
estaba esperando un hijo mío. Sentí que la arena me tragaba, y mientras era
devorado veía a sus mejores amigos, que se habían quedado en el restaurante,
bailando salsa y bebiendo más cervezas. Yo miraba esos cuerpos voluptuosos con
sus contorneos brillantes, tendido en la arena, junto a Virginia preñada de mí,
primero con prematura nostalgia de mi concupiscencia, luego con una brusca
sensación de bulimia y finalmente con una anorexia total. En ese momento quería
que la arena terminara de comerme y no quedara ninguna huella de mí sobre ella,
o que una ola me arrancara de este mundo con sus blancas espumas. Sólo eso
quería.
Prácticamente
desde que conocí a Virginia había dejado de ir a esas discotecas del centro de
la ciudad. Mi modo de alimentación se restringió a sacar del congelador todas
mis reservas. Mi último trozo de amor fue una odontóloga que conocí en un café
de un nuevo centro comercial, una carne muy desabrida además. Yo pensaba que mi
canibalismo estaba íntimamente ligado al amor, “canibalismo” o “amoralismo” era
lo mismo. Pero Virginia, hasta ahora no comprendo cómo, sin enterarse nunca de
mi canibalismo, hizo que cambiara la realidad de la cual estaba hecha mi vida.
Aquí debería acabar esta historia que, como se habrán dado cuenta, no resultó
como quería. La magia de Virginia hace que todo momento sea siempre el inicio
de una historia que me hace incapaz de predecir su final.
Hoy,
21 de noviembre, por ejemplo, a las cuatro y media de la tarde, nació mi hijo.
Ya desde hace tres meses que me he vuelto vegetariano. Virginia está feliz, con
el cuerpecito de Aníbal, así se llama la criatura, a su lado. No sé si se
parece más a ella o a mí. Qué importa eso ya. Aun cuando ahora sólo coma
lechugas, zanahorias, alverjas, nabos y tomates, yo me sigo considerando un
caníbal. Que quede bien claro esto porque no es cuestión de gustos. Virginia me
dice que cargue al bebé. Con extremo cuidado, suavemente, lo llevo hacia mí y
me lo como a besos.
De: “Hotel Lima” (2006)
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